«La conquista de América contada para escépticos»
Retomando los relatos históricos y salpicando su versión de los hechos con diálogos ficticios de su propia imaginación, Juan Eslava Galán abarca en tres bloques la invasión europea tanto a tierras mesoamericanas como a incas, tras brindar su relato de los viajes del navegante Cristóbal Colón.
Por Roberto Ponce
(apro).-
Autor de La Segunda Guerra Mundial contada para escépticos y Una historia de la Guerra Civil que no va a gustar a nadie, el doctor en letras hispano Juan Eslava Galán (Arjona, Jaén, 7 de marzo de 1948) lanza La conquista de América contada para escépticos (Planeta Libros. Crítica. 655 páginas).
Retomando los relatos históricos y salpicando su versión de los hechos con diálogos ficticios de su propia imaginación, el escritor peninsular abarca en tres bloques la invasión europea tanto a tierras mesoamericanas como a incas, tras brindar su relato de los viajes del navegante Cristóbal Colón al otro lado del Atlántico.
Cuando el libro entraba en imprenta, “la extemporánea petición del presidente mexicano López Obrador al rey de España y al papa Francisco para que se disculparan por los abusos cometidos por los españoles durante la conquista de México mereció una espléndida respuesta del escritor, arabista y académico de la historia Serafín Fanjul que apareció en el diario ABC”, refiere Eslava Galán en su anexo “‘Pedimos perdón’, por Serafín Fanjul”, reproduciéndose al final del volumen y que aquí ofrecemos a nuestros lectores fragmentariamente (www.juaneslavagalan.com).
“Pedimos perdón”
Pedimos perdón porque en 1536 fray Juan de Zumárraga fundara en México el colegio para señores naturales, pagado por el virrey de Mendoza (…) Zumárraga estableció, también en 1536, la primera imprenta del continente, en un edificio que todavía subsiste, cerca del Zócalo.
Igualmente, pedimos perdón porque la Universidad de México se fundara en 1551 bajo el Patronato Real y siguiendo el modelo de Salamanca y Alcalá, son estudios de Filosofía, Artes, Teología, Derecho, Medicina; y por haber introducido fray Cervantes de Salazar –catedrático de Retórica en México y autor de México en 1554, Crónica de la Nueva España y Túmulo imperial de la gran ciudad de México –el pensamiento de Luis Vives.
Y pedimos perdón por el muy granado intento de Vasco de Quiroga, obispo de Michoacán, para implantar la Utopía de Tomás Moro. Aún perviven –como los olivos multicentenarios que plantara Tzin-Tzun-Tzan– los pueblos por él fundados para acoger y promocionar a los indios (…)
Y pedimos perdón por la mayor obra de etnografía u arqueología de nuestro siglo XVI, en tres idiomas (latín, español y náhuatl), la Historia universal de las cosas de Nueva España de fray Bernardino de Sahagún; y por el gran erudito mexicano Carlos Sigüenza y Góngora; por sor Juana Inés de la Cruz; por Juan Ruiz de Alarcón, de Taxco; por el libro-poema de Bernardo de Valbuena Grandeza mexicana (1604), donde establece el “relato” del arte, las letras, la prosperidad de la urbe, visible, por ejemplo, en la Casa de Comedias de don Francisco de León (desde 1597) en la que actuaban tres compañías; y por el Mercurio Volante (1693), primer periódico de Hispanoamérica (en 1737 lo seguiría La Gaceta de México); y por la Escuela de Minería de México (1792), donde se desempeñaron Fausto de Elhúyar, descubridor del tungsteno, y Andrés del Río, del vanadio. Y no hay espacio para “relatar” la admiración que el país causó a Humboldt por aquellas fechas.
Y pedimos perdón porque la población del virreinato de Nueva España (casi seis millones), en 1776, duplicaba a la de las colonias inglesas de Norteamérica y su desarrollo económico, técnico y cultural las superaba en todos los terrenos.
Saquen conclusiones de este pasado que no quieren recordar y cuidadosamente ocultan. De lo contrario, habría que responsabilizarse de lo sucedido en 1821, sin colgar culpas a lejanos conquistadores.
Verbigracia, en lugar de llorar por enésima vez por Cholula, llamar por su nombre al general Jesús González Ortega, buen liberal, que en 1857 saqueó la ciudad de Zacatecas, o a quien entregó la misma ciudad (1862) al convento de San Agustín a los presbiterianos que lo arrasaron.
Pedimos perdón por haber instituido el náhuatl y el otomí como linguas francas para la evangelización, lo que agrandó su papel y rango, y su extensión por tierras que antes les eran ajenas. También por haber tenido un rey (Felipe II) que, contraviniendo las llamadas de los oidores y virreyes para imponer en exclusiva el castellano, se inclinó por el parecer de los frailes (muy interesados en controlar el contacto con los indígenas) y favoreció el misionado solo en idiomas locales (Cédula de 1565 a los obispos de Nueva España), hasta llegar a mandar:
“No parece conveniente apremiarlos a que dejen su lengua natal […] no proveer los curatos sino a quien sepa la de los indios (1596). Y así se siguió hasta fines del siglo XVIII, cuando a la vista de los notables problemas que presentaba el plurilingüismo (sólo en la diócesis de Oaxaca había dieciséis lenguas aborígenes), los obispos mexicanos Fabián y Fuero, de Puebla, Álvarez Abreu, de Oaxaca, y Lorenzana, de México, obtuvieron la Real Cédula de Aranjuez (mayo de 1770).
Pedimos perdón por haber sido los principales actores en el conocimiento global, facilitando la interrelación entre sus partes, con el descubrimiento del Nuevo Mundo y con la primera circunnavegación entre los diversos imperios y naciones de América que, con anterioridad, se hallaban incomunicados.
Y, finalmente, pedimos perdón por disfrutar con un mole poblano, un pozole taxqueño, unos chilaquiles y un chilpachole de jaiba, aunque después –provisto sólo con un estómago español– debíamos pasar por la enfermería.
Pero no perdimos perdón por el desastre en que se sumieron a sus países los criollos triunfantes en las independencias, al romper todo el sistema comercial y administrativo virreinal, para convertirse en cacicatos de millones de kilómetros cuadrados. Y hasta por hoy los perdones.