El hombre amuleto

El hombre amuleto

Hermann Bellinghausen

Hay historias de alguien que sólo son vidas, desacomodadas de la actualidad o lo que sea que atraiga el así llamado interés general. Hombres y mujeres con una existencia discreta y artesanal, necesarios sin que nadie lo sepa; a lo más, secretos a voces de que allí reside lo excepcional que no pide nada, salvo afecto. Su premio está en el uso que la gente haga de lo que aportan. Una claridad humana de tal transparencia que consideramos invisible, de manera equivocada, tal como lo demuestra la diferencia abismal entre lo que es y lo que está, y se siente de manera tremenda cuando deja de estar.

Así nos pasó con Serafín. Como el Ishmael de Melville, pidió que se le llamara así, dando por hecho una cierta identidad angélica. En su ir y venir práctico a todos ayudaba a bien estar. Pocos tenían ojos para él, pero él compensaba el descuido general teniendo ojos y oídos para todos, sin que la mayoría lo notara. Su voz era baja, viril en tono menor. Les gustaba a las mujeres pero él no hacía nada al respecto, salvo ser gentil. Carecía de ambiciones, fueran de fama, gratitud o seducción.

Sus favores no eran los de un político ni los de un santo. Daba, no concedía. Hacía, no prometía. Nadie hubiera querido ser él, lo que lo libraba de envidias. Qué concepto más ajeno a Serafín: envidia. Aunque la pintaran verde, sabía que tiene un color más gris que los celos. Ambos, infiernos a los que no se postuló. Ignoramos si era feliz, pero de seguro no fue infeliz.

Prestaba poca importancia al acto de decir. Lo suyo fue hacer, a las chitas callando pero con fervor. Era de esos que todos quieren, imperceptiblemente. Sólo los vanidosos y los arrogantes eran capaces de no saludarlo. Los inteligentes tontos eran impermeables a Serafín, quien no tenía un pelo de tonto, pero no se preocupaba por hacerlo saber. Buen perdedor en los juegos, no le gustaba apostar. Por eso era difícil ganarle la partida. El jugaba por amor al billar, la baraja, el dominó y la compañía.

Reparaba averías del vecindario sin cobrar un centavo, aceptaba con gusto un vaso de limonada fría y ya con eso. Un tonto famoso lo comparó con un simio. Otro lo definió como un cero a la izquierda. Lo del cero podían metérselo por ahí, pero lo de izquierda pues sí, toda la vida, de hecho. Se hermanó de joven con los zapateros anarquistas de la República exilada, acompañó a piqueteros y manifestantes, aportó y sirvió el almuerzo a huelguistas. No era humilde, sólo realista. Los aspavientos son cosa de los molinos, que no por nada Don Quijote consideró enemigos monstruosos.

No agitaba brazos y manos, los usaba. Transmitía la sensación de no necesitar otra cosa que estar y obrar en silencio. No tuvo verdaderos enemigos, no había en él nada que odiar.

Hombre simple, pero no un simple. Con un tinte de experto en las cosas más sencillas, para las que muchos son torpes, limpiaba si era el caso, cocinaba con delicadeza. Su juicio eran tan desinteresado que ponía en ridículo a los fanáticos y los farsantes, mas nunca le tiró a nadie a matar.

Para las beatas en el mercado era un alma de Dios. Él, tan ateo como que el pan es pan, sabía plomería, electricidad, jardinería, carpintería. Cargaba penas y bultos ajenos con absoluta discreción.

Cuando nadie lo observaba, cosa que era habitual, leía las noticias o las escuchaba en la radio. Acompañando conversaciones, de verle la cara uno sabía que entendía todo. Cuántas veces el brillo de sus ojos ante una afirmación elocuente hacía que se nos antojara escucharlo, pero su sonrisa impenetrable definía en pocas sílabas su aceptación, rechazo o puede ser.

Su presencia era querida para quienes lo querían. Servía como amuleto, me atrevo a señalar. Había personas que lo visitaban antes de comprar un boleto de lotería o emprender un viaje, por mera superstición.

En su lejana juventud participó en las marchas antimperialistas contra las guerras en Argelia y Vietnam, en defensa de Cuba y de los obreros inconformes, con el tiempo los indígenas y en tiempos más recientes los desaparecidos y las mujeres de morado. Estas últimas, de lejecitos, hombre de pelo en pecho, no le fueran a faltar al respeto las señoritas con pasamontañas y espray.

Un día se fue. Que tenía un asunto en el norte, y que quizás ya no le diera tiempo de regresar. No supimos más de él.

 

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