Heléne Cixous y la teoría como poesía

Heléne Cixous y la teoría como poesía

Eve Gil

La Jornada Semanal

Nacida en 1937, en Orán, Argelia, Heléne Cixous es, entre otras cosas, poeta, ensayista, crítica literaria y dramaturga y autora de una vasta obra que la ha hecho merecedora a premiso como el Prix Marguerite Duras y el Prix de la Langue Française, pero también es, y acaso sobre todo, una “niñita enclenque, pelirroja, inadaptada, despreciada” que supo, mediante la lectura y la escritura, se afirma aquí, crearse a sí misma.

Los académicos tienden a renegar de la individualidad: la anulan, la dejan en prenda. En medio de su ¿quijotesca? búsqueda de la objetividad, bastardizan la subjetividad. Desconocen al Individuo, su capacidad para procesar conjeturas propias y echar por tierra las instituidas. Heléne Cixous empieza por delimitar su territorio, ese lugar desde el cual escribe y no es otro que el cuerpo, ése, tan despreciado por los místicos… y por los académicos. Se le tiene por característica “irremediable” de la mujer que escribe. En realidad, toda escritura, masculina o femenina, encuentra su punto de partida en el Cuerpo. Cuerpo Gestante: Creador. La escritura es un proceso de gestación, como todo arte, única vía mediante cual el varón puede acceder a una experiencia casi análoga al parto, emotiva y afectivamente, al menos.

La teoría, para Heléne, no es independiente de su creación literaria-poética: es su punto de partida, su coloquio con la obra que se dispone crear. Contrario, pues, a lo que pudiera suponerse, Heléne es una desenfrenada de la teoría, pero también de su individualidad. Se pregunta si algo diferencia realmente el parto creativo masculino del femenino. Vimos ya que la experiencia de la escritura parte, indistintamente, del Cuerpo, textual, en el caso de los varones. Pero hasta ese cuerpo textual ha de asimilar, metafóricamente al menos, los procesos del cuerpo biológico del que florecen tanto el producto humano como el producto literario de una escritora. La escritura: concepción y parto, todo en uno, acto en el que placer y dolor son indistintos. Parir un bebé, explica Heléne, “dar a Luz”, es el acto que hace de una mujer todas las mujeres. Es, también, el instante más físico de la pasión creadora, algo que el artista varón, desde luego, intuye, imagina… anhela… pero no experimentará jamás consciente y visceral: “Al mirarlas parirse, aprendí a amar a las mujeres, a presentir y desear la potencia y los recursos de la feminidad.” Escribir con plena conciencia de género no es otra cosa que un parto doble: el de la creación literaria y el de la propia escritora. Escribir-se es parir-se.

Una niñita pequeña, delgada y de cabello rojizo…

Heléne es muy clara al escribir sobre los síntomas del impulso creativo, eso que más tarde definirá el soplo: lectora voraz desde pequeña, no buscaba en sus lecturas evasión ni conocimiento: buscaba –desesperadamente– a una niñita pequeña, delgada y de cabello rojizo llamada Heléne. Una niña muy asustada, no sólo por ser niña (la palabra “mujer” suena casi obscena a esa edad… y la posibilidad de llegar a serlo, espanta), era además… ¡judía!, una pequeña niña judía de pelo rojizo, y miope entre cisnes; alguien por quien nadie mostraba gran aprecio. Por eso se buscaba infinita y afanosa en los libros, auxiliada de sus únicas compañeras de juegos: sus gafas.

En su texto “Sa(v)er”, incluido en el libro Velos, coescrito con Jacques Derrida (1930-2004), el más importante hombre de su vida, tanto en lo amoroso como en lo profesional, Heléne compara la experiencia de la miopía con la de llevar un velo. Y al velo, inevitablemente, se le otorga una connotación política que Derrida, quien afectuosamente la llama “mi amiga ciega” perpetuará en el ensayo “Un verme de seda, puntos de vista pespunteados sobre el otro velo”. Escribe Heléne en tercera
persona: “Ella había nacido con el velo sobre los ojos. Una miopía muy poderosa tendía entre ella y el mundo sus magias enloquecedoras. Había nacido con el velo en el alma […] La Duda y ella siempre fueron inseparables”.

Al someterse a una cirugía que la despoja del velo en diez minutos, Heléne alude, no sin nostalgia, a aquellos guerreros romanos que temblaban de miopía frente a las murallas de Troya. Ante esta nueva claridad, ella también tiembla. “La presencia sale de la ausencia, veía eso, las facciones del rostro del mundo se alzan por la ventana, emergiendo de la borradura, veía el amanecer del mundo.”

Pero regresemos a la niña que se encontraba en sus lecturas. Se extraviaba irremediablemente y terminaba siguiendo huellas de alpiste que la devolvieran al desván donde aguardaba por ella la larguirucha niña de las trenzas y las gafas. El reto era, a fin de cuentas, deslumbrante: la literatura, único rincón del mundo que le brindaba espejos amables… versiones de la pequeña Heléne con diversos nombres, Helénes enclenques, pelirrojas, judías, inadaptadas, despreciadas; Helénes que quizá no hubieran nacido como ella, un 5 de junio, en Orán, Argelia, hija de padre judío alemán y madre argelina, cuya lengua originaria fue el alemán… pero que le enseñaron que podía escribir a esa Heléne cuantas veces quisiera, hasta reconstruirla. Hacerse una nueva Heléne, una Heléne de palabras extranjeras que llegaría a amar, su propia creación: ella misma. Ser su propia hija, nombrando las cosas, como hiciera el Creador. Renombrándolas para sí, para reflejarse, para encontrarse en ellas. Pasar del alemán al francés… y del francés al idioma fascinante de Medusa. Heléne empieza por jugar con su nombre, ése que le ha sido asignado como disfraz más que como identidad. Qué nombre darle a una niña de sus características, destinada al agravio y a la discriminación… démosle un poquito de dignidad a la muchacha de la triste figura: Heléne. Afrancesar después el apellido judeoalemán del padre, aunque termine siendo demasiado maleable para los impositores de apodos: Cixous suena a six sous, “seis centavos”… pero también a ciseaux, “tijeras”. Heléne opta entonces por hacer de este último su emblema y cortar-se a la medida… y cortar el mundo, como muñequitos de papel, hasta que todos los vestidos queden a su medida… e incrementar los seis centavos que dan por ella. Posteriormente, no habrá puja que alcance para retener a la obra maestra en que se habrá de convertir. No tardará en resolver, sin embargo, que mejor desnuda, sin otra etiqueta que la de escritora: “Leo para vivir. Leí muy pronto: no comía, leía. Siempre “supe”, sin saberlo, que me alimentaba de texto”.

 

Volverse diosa: una tregua con la muerte

A diferencia de otras adolescentes, la larguirucha Heléne no contempló impotente su cuerpo. Tampoco rehuyó a la imagen que le devolvía el espejo, ¿cómo, entonces, contrastar?, ¿cómo, entonces, reemplazar las piernas flacas con otras fuertes que corrieran lo más lejos posible de los estereotipos? Nuestra Heléne no corre por otro motivo que no sea perseguir palabras. Sus dilemas van mucho más allá de lo planteado por su madre y sus efímeras amiguitas que, contrario a ella, peleaban contra la naturaleza para caber mejor en el corsé de los “deberías” que tanto han agobiado a las mujeres a través de los siglos. Mujeres-plantas que de la belleza pasan, sin transición, a la muerte.
Escribiendo-se, Heléne descubre, no sin sorpresa, que la muerte es algo que llega y te toma. Así de simple. La escritura no es producto de la vida sino de la reconciliación con la idea de muerte. Escribes porque estás consciente de que la muerte te ronda y sólo a través de la escritura estableces una tregua con ella. A la muerte, Heléne la nombra también “empuje del deseo”, temeridad que te permite volverla un poco tu amiga, un mucho cómplice, pues desembaraza de sentido todo cuanto no sea el escribir. Conjura el “yo” que te hace experimentar temor (proximidad de muerte) y te conecta con el ello: “morir, el abismo, la primera risa […] un deseo, un buen abismo (…) Al principio hay un fin. No temas: es tu muerte la que muere. Después: todos los principios”. No es de sorprender, por todo lo expuesto, que Heléne experimente un encantamiento muy particular hacia otra escritora que se caracteriza por la elocuencia de sus silencios, la que, por lo mismo, mejor ha sabido entenderse con la muerte: la brasileña Clarice Lispector. De Clarice, considera Heléne, también ha jugado a ser Dios, por lo menos, ha inventado su propio sistema para llevar a cabo de manera textual el acto de la creación. Y el principio de principios es el soplo. Un gran soplo. El gran soplo. No, no procede de los pulmones de la Diosa, sino del mundo que la habita, que está en ella esperando ser reconfigurado: “Una fuerza alegre. No un dios; eso no viene de arriba. Sino de una comarca inconcebible, interior pero desconocida, vinculada a una profundidad […] Tengo algo de volcán en mis territorios. Pero no de lava: lo que quiere fluir, es soplo.”

Todo creador(a) ejerce su legado, su potencial divino, esa semejanza de la que lo (la) dotó el Creador (¿Creadora?) y le permitió ejercer sin restricciones. La escritura es más un asunto espiritual, y la mujer, la creadora, asimismo dotada con el doble poder de crearse antes que crear, intuye que le ha llegado la hora de ser diosa. Grandeza de espíritu que cabe en un cuerpo pequeño, abastecido, rodeado… lo preña una y otra vez. Heléne se ha encontrado… ¡al fin!

La Heléne Cixous reconstruida, parida por aquella otra Heléne de trenzas rojizas y enormes gafas de fondo de botella, llegaría a doctorarse con una tesis, nada menos que sobre James Joyce, otro casi ciego embelesado por las palabras, designada casi de inmediato presidente del Departamento de Literatura en Lengua Inglesa de la Universidad de París viii. Ha explorado prácticamente todos los géneros literarios, incluyendo la ópera. Su obra suma cerca de cuarenta títulos, aunque en lengua española se le conoce casi exclusivamente en calidad de ensayista y filósofa. En 1974 creó el Centro de Estudios Femeninos en la misma universidad y, a través de Heléne, se brinda el primer programa doctoral en Estudios de la Mujer. A decir de ella, la idea surgió al percatarse de cuan indispensable resultaba que las mujeres se vieran reflejadas en un lenguaje literario que prácticamente las excluía, no importando la cantidad de grandes escritoras que existían y que, para ingresar al parnaso, habían tenido que suscribirse a reglas impuestas por varones. Pero del mismo modo que Heléne pugna por un lenguaje para las mujeres, refrenda la ambivalencia –bisexualidad, poliforma– del mismo en su libro La risa de Medusa (1975), influida asimismo por Derrida, partiendo de lo que él denominó “desconstrucción” y daría pie a la teoría queer l

 

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