En un futuro como hoy
Hermann Bellinghausen
Bacurau sería un pueblo metido en el sertón de Pernambuco, en el noreste brasileño. En el futuro inmediato suceden hechos granguiñolescos cuando sus habitantes encaran un peligro gratuito y mortal. Violenta, seca, festiva y funeral, la película Bacurau (Kleber Mendoça Filho y Juliano Dornelles, Brasil 2019) retrata más de lo que parece, y es su condición estrictamente local lo que la vuelve universal.
Parábola feroz de cómo vive y sobrevive nuestro mundo acanallado por circunstancias políticas y económicas, puede verse en primera instancia a la luz de la triste comedia del periodo bolsonarista. Los políticos están representados por Tony Junior, el alcalde de mierda que busca relegirse y visita Bacurau, donde lo detestan, para cortejar sus votos de la manera más grosera: dona mil libros para la biblioteca descargándolos de un volteo de la basura, regala comida caducada y cajas de un calmante nocivo, aunque de empleo nacional, mientras ejerce un feudal derecho de pernada. Más adelante sabremos que entregó a unos gringos las vidas de la gente. Representa la política del desprecio.
La historia transcurre dentro de poco, lo que hace de su distopía un retrato casi costumbrista. Desde que Teresa (Bárbara Colen) se va aproximando a su pueblo de origen a bordo de una pipa de agua, todo está muy raro. Hay ataúdes regados por el camino de terracería que la pipa atropella. La zona está bloqueada por los constructores de una presa que ha dejado sin agua al pueblo inconforme. Teresa habla poco, pero es a través de sus bellos ojos mulatos que veremos el desarrollo del relato. Regresa al entierro de su abuela, Carmelita, una gran curandera, y de paso carga en su equipaje una hielera con vacunas para el pobre centro de salud que atiende la temible doctora Domingas (formidable Sonia Braga), alcohólica, lesbiana y desafiante.
No es un pueblo de inocentes. Todos cargan historia. El héroe varón, Pacote (Thomas Aquino) fue un sicario famoso, cuyo Top 10 reproducen constantemente las pantallas de las familias; es un orgullo local, fama que él detesta pues quiere reformarse. A manera de radios, los vehículos tienen pequeños televisores que difunden el rostro de Lunga (Silvero Pereira), otro forajido del lugar que anda prófugo por combatir a la constructora de la presa y a la policía, y será recibido con cariño a la hora de enfrentar la amenaza siniestra de un partida de cazadores-asesinos estadunidenses que de pronto se adueñan de una finca abandonada y desde ahí van matando al humano que se les atraviese; viven el delirio de una competencia donde ganan puntos en el body count, que es lo que les interesa. Son mercenarios y racistas, alguno lleva la camiseta de Blackwater, otros visten ropas de campaña. Portan solamente armas vintage (aunque mortíferas), según las reglas de su juego. Dos son mujeres, a quienes excita sexualmente coger un arma larga y dispararla contra alguien.
De hecho no saben por qué hacen la matanza. Pues porque pueden. Todo un comentario sobre el armamentismo civil, boyante con Trump y Bolsonaro. No les interesa saber que hacen el trabajo sucio a los contratistas. Pagaron por hacerlo, como quien caza elefantes en África.
Bacurau desaparece de los mapas de Google, se queda sin señal de celular y le cortan la luz. La gente decide defenderse. Poseen armas (también clásicas, exhibidas en su preciado museo histórico, donde se sugiere un pasado de orgullosos cangaceiros). Emplean además un sicotrópico natural, especie de San Pedro o peyote, para meterse a la realidad con claridad visionaria.
Es la historia de una resistencia colectiva, cálida, a punta de baile, filos de machete y capoeira. En su discurso para el entierro de su madre Carmelita, el maestro de la escuela y patriarca en funciones señor Plinio (Wilson Rabelo) retrata su estirpe: Tenemos desde albañiles hasta científicos, profesores, médicos, arquitectos, gigolos y putas, pero ningún ladrón. Tenemos gente en Sao Paulo, Europa, Estados Unidos, Bahía y Minas Gerais.
Un viejo blusero con guitarra moderna es el aeda del cuento. Las canciones que entonan él y la gente son de una extrañeza terrible, de un lirismo cruel que remite al sertón novelado de Joao Gumaraes Rosa y al cine de Glauber Rocha: Una fiesta de miedo y terror /Los fantasmas rondan el velorio / Perfora agujeros en el tronco de la noche/el pájaro carpintero / Los hechizos rondan en el aire.
La sangre no es problema. A nadie le asusta. La resistencia de Bacurau será implacable. Honran a sus muertos celebrando la vida. Parábola también del imperialismo mercenario y del Estado protofascista, es en modo bizarro una epopeya de la dignidad de un pueblo, la organización solidaria y colectiva, con toda la fuerza del buen cine en su elemento. Quizá por eso el filme obtuvo el Gran Premio del Jurado en el festival de Cannes en 2019 (aunque eso de los premios puede ser engañoso: un año después, el jurado del festival de Venecia distinguió a El nuevo orden, bodrio mexicano de Michel Franco, otra distopía cercana que se ubica en las antípodas de Bacurau, en el vómito de la Historia).