Las rayas de la cebra
Verónica Murguía
Querer escapar
La Jornada Semanal
Si algo he aprendido este año es que internet es más fuerte que yo. La anomia y el consumismo más desganado me devoran buenos pedazos de vida, como a millones. A veces miro el reloj y descubro, melancólicamente, que he tirado a la basura dos horas de mi existencia mirando fotos de Demi Moore desfilando por una pasarela en Italia. Quedó con cara de marciana, pero eso no me interesaría normalmente. A mí, la verdad, que Demi Moore se haya arruinado la boca con cirugía me importa un rábano. ¿Cómo llegué a estar, a las dos de la mañana, con los ojos resecos y ganas de irme a dormir, examinando las sucesivas metamorfosis faciales y corporales de una actriz que no me llama la atención? Y más: ¿por qué compré un metro de gasa verde? ¿Por qué me asomé a leer por qué una mascarilla hecha con bicarbonato y leche te quita los barros? ¿Qué me importa todo eso?
Hasta hace tres años me resistí como el gato proverbial: sin smartphone, con poca disposición para asomarme a internet y sin redes. No me había hecho selfies, no tenía Whatsapp o había participado en un Zoom. En mi haber no había una sola videollamada. Ignoraba, y me parecía fantástico no saber, qué era una app.
Ese logro minúsculo me enorgullecía, sobre todo cuando miraba a mi alrededor y me fijaba cómo el teléfono había sustituido las conversaciones, los cigarrillos, las caras de aburrimiento y la lectura. Pocos saben ahora cómo aburrirse o soñar despiertos. Y es muy posible que en medio de una ráfaga de tweets o de intercambios en Facebook, algunas personas estén tan solas como si estuvieran aisladas.
La cantidad de energía, emoción y hasta dinero que las redes reclaman a sus usuarios, son casi las mismas que exigen las relaciones verdaderas, con la diferencia de que, detrás de la pantalla, lo que hay son circuitos y una irradiación humana muchas veces falseada. No sé dónde leí que las redes fueron diseñadas para servirnos, no para que nosotros les sirviéramos a ellas, pero tanta gente vive para hacerse videos y luego esperar los likes, que me temo que es obvio quién sirve a qué. Ni el triunfo de Trump, ni el asalto al Capitolio, así como la valerosa resistencia de los ciudadanos de Hong Kong a las imposiciones de China o aquí mismo, las movilizaciones feministas, hubieran sido posibles sin las redes. Y después de un año de cuarentena, misma que caldeó todavía más los ánimos de la vida social y política, parecería que no hay escapatoria: son una arena donde se dirimen cosas fundamentales, aunque las reglas de participación no sean claras y todo el mundo haga bullying.
Esta conclusión no es nueva, ni es sólo mía, pero hay que revisarla Yo, en cuanto avance el programa de vacunación, pienso retirarme gradualmente del Zoom y regresar a mi caótica rutina. No sé cómo responderá mi ánimo. Me he dado cuenta, eso sí, de que mi cerebro se ha entorpecido debido a la falta de conversación “presencial”.
El otro día, en ocasión del cumpleaños de una amiga muy querida, en medio de una conversación por Zoom, le pregunté algo así como “¿Qué querrías que pasara?” y, sin dudarlo, me respondió “Que desaparezca internet.” Esta persona es muy inteligente, culta y talentosa. Es novelista, mantiene un blog y depende de internet para muchas cosas, entre ellas su comunicación visual conmigo.
Nos quedamos calladas un segundo. Las dos somos afectas a buscar la ironía en las situaciones, así que la evidente contradicción de decir por Zoom, “Quiero que esto no exista”, nos quedó clara. Por otra parte, la cuarentena hubiera sido mucho más dura sin internet. ¿Sería mejor que desapareciera? ¿Cómo sería el mundo sin ella?
Ignoro cuál es la respuesta. Seguro tiene que ver con el sentido común y con la capacidad, cada vez más debilitada por el encierro y el desamparo, de discernir.
Yo quiero usar internet para muchas cosas, pero estoy más allá del gorro de que internet me tripule a mí.