Un domingo de milagros proustianos
– Aline Petterson –
Serían alrededor de las diez de la mañana, el clima era agradable, pero al aproximarme al sitio vi una fila bastante larga; así pues, cubrebocas de por medio, me aproximé con rapidez a la puerta de entrada de la escuela sede.
Les dije a los jóvenes organizadores algo así como “¿Podrían mis ochenta y tres años agilizar el trámite?”
De las dos filas de votantes y de los mismos muchachos se escucharon voces diversas comentando entre ellos con asombro: “Increíble, qué bien se ve…”
No, no remojé una magdalena en la taza de té, ni vi las torres de Martinville, pero volvieron a mí con gran fuerza voces juveniles lanzándome piropos en la adolescencia: “Paso a la belleza.” “Te espero y me caso contigo.” “Mangos de Manila”, o silbando “Fiu, fiu”. Y yo, tímida como he sido siempre, me crecía por dentro con las exclamaciones. Claro, también las había soeces.
Poco a poco se fueron espaciando hasta
desaparecer hace ya muchas décadas. Pero
hoy, y por razones contrarias, me sentí bien. Entonces, empuñé firmemente la pluma y crucé las papeletas.
Caligrafía*
La vigilancia crece
al observar los rasgos de mi pluma.
Temo tropiezos que la edad dejó
en las mujeres de mi sangre.
Lentamente se deshizo
la firma de mi abuela
frágil como telaraña.
Y mi madre la contempló
impaciente.
Pasó el tiempo
y su propia letra
se desvaneció con la misma
evanescencia insoportable.
Hoy observo mis trazos
anticipando ese momento
que vendrá sin duda.
Mis hijas ?entonces? serán testigos
de mi ruina.
Yo me esforzaré
como aquellas viejas
y me hundiré
como ellas.
La impaciencia de mis hijas
repetirá el ciclo
al temblarme el pulso
y la cabeza.
*De Ya era tarde, Fondo de Cultura Económica, 2013.