Como siempre, lo permanente es el mito.

El otro Woodstock
Leonardo García Tsao
Para la generación de los llamados boomers, la palabra Woodstock nos evoca imágenes idílicas de un paraíso jipi donde la conocida mantra del sexo, drogas y rocanrol se reinterpreta bajo un manto de paz y amor. Eso quedó plasmado en el documental épico de Michael Wadleigh (1970) y se convirtió en la falsa memoria de todos los que no estuvimos allí. La realidad fue otra. Por ejemplo, Pete Townshend de los Who recordaba la experiencia como una pesadilla. Pero, como siempre, lo permanente es el mito.

Desde entonces, el empresario transa Michael Lang –asociado ahora con John Scher– ha intentado repetir el fenómeno. La edición de Woodstock realizada en agosto de 1999 resultó profética de los horrores por venir en el nuevo milenio. Y ha quedado sumariamente descrita en el documental Woodstock ’99: Peace, Love and Rage Paz, amor y furia), de Garret Price, que se puede ver ahora en HBO Max.

Siguiendo la cronología de los tres días del festival, Price nos lleva de la mano desde la organización del acto, a llevarse a cabo en las inmensas y áridas instalaciones de una base aérea abandonada en Rome, Nueva York. (Lo primero que hicieron los organizadores fue asegurar la construcción de un muro circundante, para evitar la entrada de los colados, como ocurrió en 1969). La lista de bandas a tocar fue bastante diferente a la alineación original, que reunía lo mejor del rock de los años 60. Ahora los intérpretes estelares eran mediocridades como Korn, Limp Bizkit y Kid Rock, cuya desaparición veinte años después es perfectamente comprensible.

Todo intento de evocar a la mítica edición del 69 fue en vano. Los chavos ahora convocados pertenecían a la llamada Generación X, cuyo recuerdo de aquel idilio jipi era inexistente. Y cuya actitud generacional no podía estar más alejada de los valores sesenteros. Según describe Price, la acumulación de abusos sufridos por el público masivo incluía precios desorbitantes (una botellita de agua por cuatro dólares), la insuficiencia de instalaciones sanitarias (los escasos retretes portátiles pronto se saturaron), y un cuerpo de seguridad improvisado, todo bajo un calor abrasante, incrementado por un suelo de asfalto. La metáfora visual más ilustrativa es que los asistentes acabaron literalmente bañados en mierda.

La reacción no podía ser más que violenta. Incitado, según esto, por el metal barato de bandas como Limp Bizkit, el público se cobraría el derecho a divertirse cometiendo desmanes. Las mujeres fueron las primeras victimadas sufriendo abusos sexuales que llegaron a la violación en varios casos (quién les manda andar encueradas, argumenta el irresponsable empresario Scher). Todo explotó en la noche final. Una orgía de violencia gratuita, piromanía y vandalismo coronó el fallido festejo. El sueño de Woodstock vuelto cenizas.

No es descabellado ver en esos jóvenes veinteañeros furiosos las raíces de lo que ocurriría dos décadas después, en las manifestaciones fascistas de Charlottesville, Virginia o el intento golpista en el Capitolio el pasado 6 de enero. En ese sentido, Woodstock ’99 es casi un tratado sociológico sobre el ciudadano gringo blanco e insatisfecho que vería en Trump la respuesta a sus plegarias.

Woodstock ’99: Peace, Love and Rage. D: Garret Price/ F. adicional: Brian Outland/ M: Noel Hogan, Sindri Már Sigfüsson; canciones varias / Ed: Garret Price, Avner Shiloah/ P: HBO Documentary Films, Polygram Entertainment, Ringer Films. EU, 2021.

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