Hugo Gola y la sencillez del lenguaje campesino

Hugo Gola y la sencillez del lenguaje campesino

Roberto Bernal

En 2003, por invitación de un grupo de estudiantes, visité por primera vez a Hugo Gola, a quien no conocía ni había escuchado nombrar. Pero quienes me acompañaban sí estaban al tanto de quién era él: resultaba evidente que respetaban al poeta argentino, quien hacía sugerencias, entre ellas, que debíamos aprender otros idiomas y traducir. Pero mi atención estaba en las paredes blancas y despojadas de cualquier adorno, en una habitación donde sólo había un sillón, una pequeña mesa llena de libros que desconocía y, arriba de ella, una lámpara. Poco después, al abrir por primera vez una de las revistas que editó, descubrí que esa misma desnudez también estaba presente en esas páginas, igualmente blancas. Esa tarde ocurrió un hecho que me dio una pista importante acerca de quién era Hugo Gola: tembloroso, uno de los estudiantes le entregó una carpeta con sus poemas. Apenas la abrió, el poeta santafesino no ocultó el profundo desagrado que le produjo ese único poema que leyó. Era como si la carpeta le quemara las manos. La devolvió en seguida, sin decir una sola palabra.

Quizá por desconfianza en el propio trabajo, numerosos escritores mexicanos, en algún momento cercanos al poeta argentino durante el largo período que vivió en México, ponen por delante que fueron discípulos de Hugo Gola, lo que me parece un modo de ampararse bajo su sombra. Es evidente, al menos para mí, que buena parte de ellos no han logrado todavía realizar sus propias búsquedas, como tampoco han conseguido desarrollar un proyecto y un lenguaje personal que dejen en claro que sus escrituras no están vinculadas a la propia poesía de Hugo Gola. “No está bien avanzar bajo la sombra de un maestro”, me dijo –y dijo bien– un poeta mexicano. Aunque mantuvo una relación estrecha con los escritores Juan l. Ortiz y Juan José Saer, indiscutiblemente dos de los autores argentinos más importantes del siglo xx, Hugo Gola siempre tuvo sus propios proyectos, y esos proyectos formaban parte de su personalidad, incluso hablan de una forma de vida: la fidelidad a la poesía y su difusión. No hay más. Es lo que Hugo Gola ofreció a quienes leímos atentamente su trabajo: la incertidumbre de saltar por primera vez, solos y sin ningún tipo de referencia, en formas completamente nuevas de la poesía, capaces de producir extrañamiento en el propio lenguaje. El contenido de las revistas que él editó, sobre todo en Poesía y Poética, quizá tiene relación con lo que mencionó otro escritor argentino y que Hugo Gola apreciaba bastante, Edgar Bayley, quien decía que el poeta está permanentemente en “estado de alerta”. Eso era notable en Hugo Gola, quien siempre parecía atento a nuevas formas, sobre todo a formas vivas. La inclusión en sus revistas de arquitectos, músicos, pintores, fotógrafos y escultores habla de ese estado de alerta. Hugo Gola sabía que la escritura no se alimenta exclusivamente de literatura.

De origen campesino, quizá esa sospecha estaba en el poeta argentino desde siempre. El lenguaje de su poesía permite intuir un vínculo importante con la infancia, con el habla y el paisaje de su zona de origen; pero también resulta evidente una atención temprana en las cosas pequeñas y sencillas, mismas que le producían tartamudeos y que lo hacían vacilar, emocionarse e ir a la oficina de correos para tomar papel y escribir en él ese lenguaje extraño que se apoderaba de su boca y que no sabía bien de dónde venía.

A Hugo Gola lo visité rara vez, en ocasiones de forma muy espaciada, pero siempre hablábamos del trabajo en el campo y del campo mismo. Le atraía escucharme hablar de las cosas de mi pueblo, y yo encontraba en él ese mismo tono de la gente de mi región, quiero decir, el mismo peso de las palabras, la misma economía: personas que, al conversar, ponen en evidencia una relación íntima con cada una de las palabras que utilizan, y que reflexionan acerca de su uso. Palabras sencillas y elementales que nombran el trabajo, el clima, los árboles y los alimentos. Al tipo de escritor que era Hugo Gola, lo distingue que está atento a eso otro que no es evidente en el habla. Es el que escucha. En consecuencia, presta atención a otras cosas, e intuye, por ejemplo, que el movimiento de las ramas y sus hojas incide en el lenguaje corporal y en el mismo habla de su familia. Las palabras se arrastran con la misma suavidad, con la misma longitud, igualmente desordenadas. Ese mismo escritor puede ver durante toda su infancia cómo la abuela o la madre dan vuelta al molino, y nota la fuerza precisa que utilizan al girar la manija, y esa misma precisión –lo percibe– está en el lenguaje. Lo mismo ocurre cuando el padre corta de un solo tajo la hierba mala. Se trata de personas que no hablan mucho. Algunos pensarían que se trata de personas limitadas. El escritor sabe que ese silencio es también cariño por el lenguaje. Cariño que se demuestra, por ejemplo, en no hablar de más, como ocurría con Hugo Gola.

Con todo, sospecho que el escritor –el tipo de escritor que era Hugo Gola– no está consciente de la mayoría de las cosas que alimentan su escritura. Un día camina y se encuentra con un árbol que sobresale por encima de un muro de piedras, y esa visión lo emociona y acompaña mientras llega a su destino. Después, el hecho quedó atrás. Sin embargo, mucho tiempo después, digamos veinte o treinta años más adelante, la emoción que produjo ese árbol se hace presente en la escritura. Pero el escritor no lo sabe; como no sabe que ahí también está el señor que, elegante, con las manos cruzadas, vio sentado en un portón mucho tiempo atrás. Para el escritor no es importante la conciencia de esas cosas como el hecho de estar alerta. Pero siempre, com o escribió Edgar Bayley, “desde un estado de inocencia”: acercándose a todas las cosas como si no supiera nada de ellas. Quizá eso explica el largo silencio que se produjo entre cada uno de los libros que escribió Hugo Gola, para quien era importante que la palabra llegara a su propio ritmo, a su propio tiempo, cargada de energía.

Aquí

yo

y el tiempo

y todo lo demás

y tu corazón

alto y presente

sediento todavía

Apresúrate

que crezco

hasta estallar

Oh qué dulzura

la de este cielo herido

la de esta nube

arrastrando

como quien dice

el ala

sobre mi cabeza

Quiero

aquí

todavía no

Levanta corazón

tu puntería

no te derrames

Me moriré

de puro amor

vacío

me quedaré una tarde

en mi terraza abierta

con las manos sin frutas

de puro

puro

corazón que soy

Jugar con fuego (1956-1984)

¿ves esa niebla que anda como desprendiéndose del río, la ves ahora, casi rozando el suelo, acariciante y huidiza sobre los pajonales secos, amarilleados por la escarcha de un otoño desmedido? Son nubes, nubes que han bajado, cansadas de tanto movimiento puro, sin apoyo, deseosas de sentir la solidez tozuda de la tierra, su beso opaco.

Jugar con fuego (1956-1984)

Oigo un salmo
un rezo
una plegaria
enardecida

Oigo gruñir al viento
que forcejea
y pasa
veo el sol
soleando
la mano
prisionera

Todo lo que tocas
gime
y la palabra lenta
dice
no hay piedad para nadie.

Filtraciones (1996)

hablo o canto

por el gusto de hacerlo

sin voz

sin magia alguna

ni pose

ni postura

oscilando porque vos no estás

con mi voz

que tampoco está

o que está tan poco

quisiera tenerte a vos

o darte alcance

corza sorda

que huye

y poder tumbarte

y desandarte y desnudarte

no tengo voz para decirte

aquello

que sólo a vos te importa.

Filtraciones (1996)

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