El mundo nunca es suficiente: los suicidios de Cleómbroto y de Werther
Alejandro García Abreu
La Jornada Semanal
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A un escritor le susurran su propio nombre
Cuando un escritor es llamado por su propio nombre y advertido por la autora o el autor del libro en el índice, resulta una misteriosa coincidencia, encierra un sentido oculto. Escuché un susurro: “Alejandro: el mundo nunca es suficiente.” Se trata del título de la segunda parte del primer capítulo de El infinito en un junco. La invención de los libros en el mundo antiguo, de Irene Vallejo: “i. Grecia imagina el futuro.” Decidí apropiarme del título del pasaje. Lo pienso cotidianamente desde mi adolescencia.
El fragmento versa, entre otras cosas, sobre la ruta de Alejandro Magno desde Turquía hasta el río Indo. Vallejo escribió: “La Alejandría de Egipto nació, no podía ser menos, de un sueño literario, de un susurro homérico.”
La escritora recuerda que, en el siglo v ac, el sofista Gorgias planteó: “la palabra es un poderoso soberano; con un cuerpo pequeñísimo y del todo invisible, ejecuta las obras más divinas: quitar el miedo, desvanecer el dolor, infundir alegría y aumentar la compasión”. Vallejo esgrime: “El escritor está hablando de sus emociones más hondas y esenciales –dolor, deseo, abandono, exilio, soledad, miedo, tentaciones de suicidio.”
El susurro se volvió casi íntimo
Más adelante, el susurro se volvió casi íntimo, se transformó en una especie de llamado para compartir la historia. Regresé, de la mano de Vallejo, a Alejandría. Aseveró: “Los bibliotecarios de Alejandría no expulsaron a los poetas griegos, ni tampoco a Platón. A orillas del Nilo, el palacio de los libros ofrecía hospitalidad a los dos bandos adversarios.” Pero el poeta Calímaco, autor de los Pínakes y miembro del Museo, dejó constancia del “cariz asesino que podían llegar a tener los libros platónicos”.
Calímaco, en su condición de poeta, narra Vallejo, “quería lanzar un dardo a Platón en nombre del gremio”. Su poema describe el suicidio de un hombre llamado Cleómbroto de Ambracia, que se lanzó al vacío desde lo alto de una muralla. Asevera que a este joven no le había ocurrido nada capaz de empujarlo a la muerte por mano propia, salvo que “había leído un tratado, uno solo, de Platón: Sobre el alma”. Calímaco se refiere a Fedón, escribe Vallejo:
Muchos se han preguntado por qué se suicidaría tras leer esa obra, que relata las últimas horas de Sócrates antes de tomar su ración de cicuta. Algunos sostienen que no pudo soportar la muerte del sabio, pero otros argumentan que su salto al vacío se debió a un razonamiento del propio Platón, que afirma que la plenitud de la sabiduría nos llegará solo tras la muerte. En todo caso, Calímaco dejó caer sibilinamente su crítica: quizá los jóvenes peligran más, después de todo, leyendo a Platón que a los poetas. No sabemos si el de Cleómbroto fue un caso aislado, o si tal vez el Fedón sembró un reguero de suicidios.
Compara el fenómeno con el “efecto Werther”, que propiciaría siglos más tarde Los sufrimientos del joven Werther, de Johann Wolfgang von Goethe, término acuñado por el sociólogo David Phillips en 1974:
Desde su publicación en 1774, la atormentada novela de Goethe arrastró a muchos jóvenes europeos con penas de amor a descerrajarse un tiro, imitando al protagonista. El autor vivió con alarma el fenómeno social –y funerario– en el que, reedición tras reedición, se iba convirtiendo su libro. Se sabe que las autoridades de algunos países llegaron a prohibirlo por motivos de salud pública. Goethe se había inspirado en el suicidio real de un amigo, y en sus propias fantasías adolescentes de muerte. Más de cincuenta años después, en su biografía Poesía y verdad reconoce que sólo pudo apaciguar esa pulsión autodestructiva haciendo que Werther se disparase simbólicamente en su lugar. Pero el fantasma que el escritor logró expulsar con ese exorcismo literario pasó a atormentar a sus lectores, algunos de los cuales sucumbieron a su macabro influjo. [Es un] misterioso reflejo de imitación que presenta la conducta suicida. Incluso un personaje de ficción puede ser el agente de contagio, desencadenando casos idénticos. Otra maravillosa novela desasosegante, Las vírgenes suicidas, de Jeffrey Eugenides, indaga en el profundo enigma psicológico de las muertes imitativas.
“Alejandro: el mundo nunca es suficiente”, escucho de nuevo, de manera nítida. Lo sé perfectamente. Presto atención a la frase. Afortunadamente las puertas del suicidio y las de literatura siempre permanecerán abiertas. Ante el vacío de la muerte muchos se aferran a la literatura. Y viceversa.