Se corrió la voz. Lo que es andar en un gremio ganoso. La respuesta fue inesperada, cayó tanto personal que dio para hacer retadora. Andábamos en nuestros veintes o cerca de los treinta, aún carburábamos aceptablemente. Se dejaron caer, ese y los siguientes sábados, poetas y escritores de nuestra rodada, solos o en banda. No confío demasiado en mi memoria, pero claramente recuerdo que los cracks eran Ricardo Castillo y Luis Miguel. Daniel Sada, que aún siendo robusto jugaba con agilidad admirable.
Allí, sobre el cemento del estacionamiento vacío de la facultad en Ciudad Universitaria más próxima a Insurgentes, al pie de los delirantes murales de Juan O’Gorman, nació una curiosa tradición, variante del futbol de salón, futbolito o cáscara callejera.
Nunca formal, convocó a los poetas de Ciencias Políticas Arturo Trejo Villafuerte, Rafael Vargas, José Buil, Juan Manuel Asai, Víctor Navarro, Emiliano Pérez Cruz. Su cabecilla, Roberto Diego Ortega, me parece que por entonces no vivía en México. También de Políticas eran Carlos Chimal, Jaime Avilés y Juan Villoro, que entonces se me figuraban una especie de trío.
Llegaron desde luego los colaboradores jóvenes de Nexos, que demás editaban el Suple del Siempre!, La Cultura en México, dirigido laxamente por Carlos Monsiváis: Antonio Saborit, Alberto Román, Sergio González Rodríguez, además de Rafa y Güicho. En ese entonces tenía yo de vecino en la Romero de Terreros al jovencísimo poeta Andrés Ordóñez, en cuya casa se reunía una peña anarquista-poética que aportó a la cascarita a Carlos López Beltrán, de Ciencias, y las habilidades maduras de José Luis Rivas.
El editor y ajedrecista Hugo Vargas sería de los más duraderos. De Medicina, el poeta Alejandro del Valle, más bien cuate de los de Políticas. Me parece recordar por ahí a Manuel Andrade. Bernardo Recamier, diseñador de la Imprenta Madero, del Suple y de Nexos se debió dar su escapada sabatina.
Uno que otro vecino de Copilco pidió chance, y en poco tiempo aquello era un hábito colectivo, aunque no todos perseveraran. La población fue flotante y cambiante. Todos teníamos vida y nos alcanzaba a cada rato.
Además de casarnos, exiliarnos, reproducirnos, divorciarnos o recibirnos, la mayoría publicábamos en alguna parte. Reseñistas, traductores, correctores, a ratos reporteros, talacheros con librillos en La Máquina de Escribir, La Máquina Eléctrica, Cuadernos de Poesía de la UNAM, o en editoriales baratas como Premiá y revistas non sanctas como Su otro yo.
Compartíamos el gusto plebeyo por el futbol. A unos 300 metros teníamos el templo universitario de los Pumas con todo y su escultura mural de Diego Rivera.
Digo, si nos gustaban el rock y la cumbia, no nos iba a apenar ser futboleros en ambientes intelectualosos donde aquello pasaba por banal y poco serio.
Al final del partido íbamos los rezagados a una abarrotería que ya no existe por las calles de Copilco y cheleábamos en la banqueta, como albañiles. Algo así como sobrinos clasemedieros de la Onda (como la troquelara una antología de Margo Glantz), wanabís de ustedes ya saben, les dimos una oportunidad a nuestras piernas antes de que se nos oxidaran, y si algo retengo de todo aquello es que, por raro que suene, la mayoría jugábamos bastante bien. Yo creo que por eso seguimos yendo.
Para cierto momento los iniciales fuimos desertando, pero llegaron más. Con el tiempo supe que se celebraron los cinco años de la cascarita, o sea que duró mucho para ser una mera puntada.
De más está decir que es mi imperfecta versión de los hechos. Seguro que otros con mejor memoria tienen la suya propia. Algunos ya no viven. Imagínense, pura gente que se ha dedicado profesionalmente a contar, analizar, inventar o cantar lo que les ocurre. En el fondo, quizás la referencia clave estaba en los fabulosos partidos de Chanoc, Tsekub Baloyán e invitados con la selección de Ixtac, en la historieta que todos habíamos leído en la escuela, cuando costaba un peso.