El primer mundo según Carson McCullers
José Ángel Leyva
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Mucho se ha insistido en la deuda que los escritores del Boom latinoamericano tienen con William Faulkner, un escritor al que sin duda leían y admiraban los autores de ese gran fenómeno editorial y literario. Recientemente vi en Youtube una vieja entrevista española con Juan Rulfo. Cortés, reservado, tímido, evasivo, responde con parquedad a las interrogantes del entrevistador. Pero cuando no sólo se le compara sino se le insinúa tributo a la obra del autor estadunidense, Rulfo abandona por un instante la modestia y su apariencia triste para poner las cosas en su sitio, afirmando que Faulkner es un autor admirable, pero nada los une; es un gran lector de la literatura estadunidense, pero nada tiene de ésta porque él, Rulfo, creó un mundo propio, una realidad que no corresponde a un lugar geográfico sino a una dimensión fantasmal. Pedro Páramo es una obra resuelta con una estructura fantasmagórica; no son los vivos los que hablan, sino los muertos.
La lectura de la obra narrativa, novelas y cuentos de Carson McCullers, escritora estadunidense nacida en Columbus, Georgia, en 1917, etiquetada como una autora del sur, despertó mi interés por escarbar en su biografía y en su trabajo literario. Comencé por Reflejos en un ojo dorado. Inevitablemente abrió mi apetito literario, pero es quizá la novela que menos revela las obsesiones y el mundo interior de Carson. No obstante, no puede desprenderse del corpus que la determina como una de las grandes narradoras de Estados Unidos. Gracias a las ediciones que hizo Seix Barral en 2017 para conmemorar el centenario de su natalicio y su medio siglo luctuoso, bajo la dirección de Rodrigo Fresán y de Elvira Lindo, tenemos la oportunidad de conocer a cabalidad el aliento narrativo y la biografía de esta escritora que es, a su vez, personaje de su propia dimensión creadora. Y aunque a ella también se le encajonó en el magisterio faulkneriano y el mismo Faulkner la llamó hija en cierto encuentro, el talento y la personalidad indomable de Carson la llevó a declarar una especie de blasfemia en una nación de cowboys y de salvadores del mundo: “Tengo más qué contar que Hemingway y Dios es testigo de que lo he dicho mejor que Faulkner.”
A mis ojos, el desafío de colocarse por encima de esas dos colosales figuras representativas del espíritu estadunidense, del mercado e incluso de una paternidad impuesta, la colocaba en una perspectiva insumisa y distanciada del mainstream occidental. A los veintitrés años de edad publicó una de sus más grandes novelas, habitada ya por diversos personajes y asuntos que irá desenvolviendo en obras posteriores. Con el título inicial de “El mudo”, El corazón es un cazador solitario vio la luz en 1940. El realismo de McCullers despoja a la sociedad estadunidense de sus mitos y sus falsas apariencias, deviene en narrativa incómoda y hasta cierto punto desagradable para el sueño americano. Las escenas del asalto al Capitolio, en enero de este 2021, por las hordas supremacistas bajo el amparo de Donald Trump, no dejan lugar a dudas de que el mundo literario de McCullers no es fabulación sino llaga que supura.
Instrucciones para nombrar lo terrible
Se ha estudiado la influencia del realismo ruso en los autores estadunidenses de la primera mitad de siglo. En su correspondencia, Carson cuenta el efecto que le produce Crimen y castigo y la intención de su madre de alejarla de dicha lectura. Esa fue la señal que me indujo a relacionar esa novela, sin motivos aparentes, con la estética de José Revueltas, esa delicada manera de nombrar lo terrible. Carson emplea un discurso poético para situar al lector ante un mundo de gente extraña, de personajes que constituyen parte de lo grotesco, según la crítica estadunidense de la época. No se instala en la miseria y en la inmundicia carcelaria, aunque haya escenas donde los negros son víctimas de la violencia y destaca la crueldad de la policía blanca, pero sí coloca al lector ante una realidad de marginación y pobreza, de injusticias y orfandades, de rebeldías e impotencias.
Ambos escritores, McCullers y Revueltas, son prosistas con pulso de poetas, en los dos reside un espíritu de rebeldía sin restricciones, trasladado a personajes que suelen confrontar un mundo condicionado y sin conciencia de sí, un medio donde los más débiles y los marginados son víctimas del poder, los prejuicios y el sistema social y cultural que no se reconoce a sí mismo como injusto y atávico sino como modelo de humanidad.
Ya desde Reflejos en un ojo dorado, en donde Carson evidencia ciertas taras del sistema militar estadunidense, me produjo una extraña asociación con la novela Los motivos de Caín, de Revueltas, cuyo relato le es transmitido al autor por un exmarine estadunidense de ascendencia mexicana, en un bar en la frontera, asqueado por los horrores cometidos por el ejército de su país en la guerra de Corea. Por otro lado, el hecho de que la trama se teja en un bar, como los cafés de McCullers, donde los personajes revuelven y funden sus motivaciones existenciales, no podía pasar desapercibido. La balada del café triste y El apando son dos joyas de la novela breve, dos relatos en los que la condición humana se teje y se desteje en ámbitos cerrados, en atmósferas oscuras donde los personajes parecen obedecer a leyes infrahumanas, donde la violencia y la traición gobiernan la ruta de los acontecimientos. El Primo Lymon Willis, el enano jorobado, de quien se enamora la gigantona Miss Amelia, dueña del almacén que se convierte en el café triste, se fascina con Marvin Macy, exconvicto y exmarido de su protectora y lo ayuda a vencerla en una cruenta pelea y a despojarla de todo su dinero. En El apando, El Carajo denuncia a su propia madre, quien le pasa la droga en la vagina, por insistencia de éste para su consumo y para vender en la cárcel. No hay, desde luego, un parentesco literario explícito, ni siquiera una similitud en la sordidez revueltiana y los adefesios carsonianos, pero existen ciertas líneas que los hermanan, un aura existencialista, una vocación libertaria que se despliega con toda responsabilidad en la escritura y en la vida, en parte marcada por cierta vulnerabilidad etílica y la defensa sin tregua de sus ideas. Sin restarles méritos literarios, Carson alcanza su máxima altura en la novela, mientras que Revueltas lo logra en el cuento y ambos en la novela corta.
La música, ese leitmotiv
En McCullers la música es una constante, mientras que en Revueltas es uno de los motivos más sublimantes, con toda certeza por la admiración profesada a su hermano Silvestre y a su hermana Emilia, pianista retirada, y además porque, al parecer, en su infancia él mismo había recibido algunas lecciones de violín. Carson, en cambio, sacrifica su carrera como pianista para asumir, como Revueltas, la literatura de una forma vital. La estadunidense convierte en leitmotiv la presencia del lenguaje musical y llega a poner en la cabeza de Mick, la adolescente insumisa –su alter ego, que figura de una manera o de otra en diversos relatos–, melodías y sonidos que le son familiares, develados por una hipersensibilidad e inteligencia, pero adolece de herramientas para externarlos y que sean interpretados por otros. “Madame Zilensky y el rey de Finlandia” es un magnífico ejemplo de esta presencia en sus cuentos donde, por cierto, aparece mencionado Mahler, quien era más conocido como director de orquesta en Estados Unidos, a la par de Arturo Toscanini, a quien también menciona en varias ocasiones. No era extraño, dada su amistad con músicos de la talla de Leonard Bernstein o Aaron Copland. En Revueltas esa idea de la perfección musical se expresa en un cuento de la altura de “Lo que sólo uno escucha.”
Reloj sin manecillas, la última novela de Carson (1961), posterior a la magnífica Frankie y la boda –en la que una puberta encarna la propia voz de la autora y sus deseos, sus fantasías, su convicción de que se nace bisexual–, viene a reiterar los atavismos de la sociedad estadunidense blanca y cristiana –igual que la primera novela. La realidad demuestra que los blancos pobres pueden recurrir al color de su piel para apelar al olvido de Dios. Salvo algunas lecturas como la de su amigo Tennessee Williams, quien la consideró una obra maestra, la crítica fue lapidaria. El supremacismo y la injusticia racial, la sexualidad, la pobreza y el crimen forman un entramado que en mucho me sugieren Blanco nocturno, del argentino Ricardo Piglia, quien narra el asesinato de un mulato puertorriqueño en la provincia de Buenos Aires. Los inculpados son un jockey, un japonés amante de Tony Durán, el forastero, y a quien los lugareños llaman zambo, negándole el estatus de mulato porque, como dice un estanciero, reconocer ese mestizaje es aceptar que un blanco o blanca se ayuntó con alguien de la raza negra, algo que sólo los indios pueden ser capaces. Los personajes tienen mucho de esa mirada mordaz en medio de una sociedad retrógrada y despiadada, racista; parecen coincidir con el sirviente filipino en Reflejos en un ojo dorado y del jockey del cuento del mismo nombre de la estadunidense. El pathos de Blanco nocturno dialoga con Reloj sin manecillas, no así con su humor freaky, más cercano a ratos a una obra como La conjura de los necios, de su compatriota John Kennedy Toole.
Es posible que McCullers, como Revueltas, leyera a los autores rusos con devoción y que, en efecto, ambos fueran admiradores de Faulkner, pero lo cierto es que, como Rulfo, crearon una obra con sello distintivo, donde la poesía no sólo no enrarece ni entorpece la visibilidad sino aproxima el fondo de la condición humana; su claridad narrativa no deja cabos sueltos ni laberintos sin salida y lo local lleva un aliento universal. Desde adolescente, McCullers soñó con viajar a México y a América del Sur, aprender español, recibir respuesta a sus afiebradas cartas por parte de un supuesto interlocutor brasileño. Los sueños se cumplen: cada día son más los lectores en español que dialogamos con sus letras.