Vivir entre partituras: el legado De Mario Lavista (1943-2021)
José María Espinasa
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En las décadas de los setenta, ochenta y noventa los conciertos de música contemporánea en la Sala Ponce, en la Galería Metropolitana, en La Casa de la Paz- eran un acontecimiento. Y a su alrededor se renovaron no sólo la música sino la literatura, la pintura, el cine, la danza. La ópera vivió un momento privilegiado –ya no está aquí tampoco Ignacio Toscano, que en su labor de funcionario y promotor hizo posible que eso ocurriera- y sus conciertos llegaron a tener algo de happening sorprendente, cuando se metía bajo la cola el piano a pulsar las cuerdas o hacer cantar las copas preparadas. En el siglo XXI, su figura como polo orientador de la música daba a cita a los que gustaban de ella en los conciertos que organizaba en El Colegio Nacional.
El trabajo de Mario Lavista como promotor también es muy visible: dirigió durante muchos años la revista Pauta, la mejor publicación musical de México, y probablemente de la lengua española. Impulsó a los jóvenes intérpretes y a los nuevos compositores. Fundó Da Capo, grupo legendario, y apoyó a diversos conjuntos y ensambles, no pocos de ellos con un carácter experimental y de búsqueda, como Tambuco, y compuso para ellos piezas extraordinarias. Fue constante presencia en los festivales de música nueva y en los Cervantinos. Su vocación renovadora no lo hizo, sin embargo, cerrar los ojos a otras corrientes musicales –recuerdo en alguna ocasión que conversamos sobre la obra de Jesús Villaseñor- y miró también hacia el pasado. A él debemos la presencia fundamental de Gerhard Münch, el gran músico alemán que se exilió en México después de la segunda guerra mundial. Y esta enumeración se quiere un treno en su memoria, más que un ejercicio de nostalgia. A él y a su música parecía no afectarles el paso del tiempo y era inevitable calificarlo como un Dorian Grey.
Mario Lavista es para mí la síntesis de un momento notable de la cultura mexicana. Javier Álvarez, compositor, amigo y alumno suyo, ha señalado con tino que es el músico de la ruptura, que en él culmina una búsqueda que nace en la pintura y en la literatura y encuentra en él su mascarón de proa. Frente a la notable música nacionalista de la primera mitad del siglo xx en México, él enarbola una distinta, a la que su voluntad moderna no le impide también tener sabor mexicano y mezclar en ella tradición –la conocía bien- con los más extremos experimentos de la música de su tiempo. En ese sentido fue, con su amigo Arnaldo Cohen, el benjamín de ese movimiento que cambió a la cultura mexicana a partir de los años sesenta. También se ocupó de contagiar a los músicos y compositores posteriores una actitud ante la música y la creación.
Por eso, si antes utilicé el nombre de Dorian Grey para calificar y describir, con el personaje literario de la conocida novela de Oscar Wilde, su eterna juventud, también podría decir que él fue para mí en muchos momentos la encarnación de ese Doctor Faustus de la novela de Thomas Mann. El creador contagiado por lo demoníaco, en donde el ángel caído mostraba sus maltratadas alas en cuanto se entusiasmaba por algo, fascinado ante el hecho creativo y la belleza que nos entrega. Lavista fue también un puente con las nuevas generaciones –en esto se parece a Francisco Toledo- e impulsó la composición musical, frente a una tradición que había hecho más hincapié en la formación de ejecutantes. Su interés por la ópera permeó a buena parte de los músicos posteriores y su interés por la literatura hizo que, además de las que él compuso basada en textos literarios, otros creadores, ya contemporáneos suyos, como Catán, ya como Marcela Rodríguez, de una nueva generación, se abocaran a textos literarios y crearan un movimiento en ese “arte total” que es la ópera, tal vez aún más complejo que el cine.
Creador complejo, no exento de contradicciones y angustias –¿cómo podría ser de otra manera?–, su música es su gran legado. En otras épocas uno correteaba grabaciones en sellos discográficos de poca circulación o hasta en algunas hechas de manera amateur. Hoy YouTube pone al alcance de los interesados algunas de sus piezas musicales. Vale la pena volver a ella o acercarse por vez primera a su música, con la marca melancólica que imprime el saber que su vida ha concluido. Y sentir que en ellas hay un paliativo frente a la tristeza y una manera de que ese tiempo, inevitablemente perdido, vuelva como el tiempo recobrado en Proust a hacerse presente en nuestras vida, porque todo tiempo, incluso el vivido por vez primera, es tiempo recuperado de un pasado más mitológico que temporal, pero tan real como el segundo.
Así quiero recordar a Mario Lavista, concentrado en una partida de dominó en la que no estuve –eran legendarias las jugadas a las que se invitaban sólo algunos pocos elegidos-, silencioso e intenso como su música, pensando en la próxima jugada.