1971, ‘annus mirabilis’
Luis Tovar
En diciembre de 1971 se estrenó Harry el sucio, trigésimo primer filme dirigido por el gran especialista en thrillers, Don Siegel. Éxito instantáneo, de inmediato se volvió paradigma del personaje urbano hosco, impenetrable, impertérrito y más implacable que un mastín persiguiendo a su presa, que a partir de entonces se ha visto hasta la saciedad en el cine. El protagonista de Dirty Harry, lo sabe cualquiera, es Clint Eastwood, que venía de ser figura central en la mítica trilogía spaghetti wester de Sergio Leone y que así, con su encarnación del rudísimo policía, sumó a su carrera y al cine mismo otro icono clásico.
Harry el sucio no fue, sin embargo, lo único destacable que hizo Eastwood en aquel annus mirabilis: también de 1971 data su debut como largometrajista con Obsesión mortal (Play Misty for Me), protagonizada por él mismo y por la memorable Jessica Walter. A partir de entonces propietario de su compañía productora y, de ese modo, con absoluto control creativo, Eastwood comenzó a forjar la que hoy en día es una de las trayectorias fílmicas más largas y notables, no sólo de la cinematografía estadunidense, al grado de considerársele, según palabras de algunos, “el último clásico”.
Empero, hay al menos un cineasta más que calificaría bajo el mismo rubro y que, en aquel mismo año, presentaba su segundo largoficción: el director es Woody Allen y la película es Bananas, concebida en el tono cómico-fársico de los primeros trabajos del célebre neoyorquino, tono que iría modificándose progresivamente pero que, a finales de los años sesenta y principios de los setenta, fueron piedra de toque para el ulterior cine de alguien que, como Allen, es otro cineasta insustituible a quien poco, si no es que nada, terminará mellando la actual “corrección política” que inútilmente busca su cancelación.
Innovadores, clásicos y atípicos
1971 significó no sólo el arranque o la continuación de trayectorias notables –Eastwood, Allen– y el establecimiento de cánones genéricos –Harry el sucio, Play Misty for Me–, sino también incursiones afortunadas de creadores surgidos en otros ámbitos, y el mejor ejemplo sin duda es el músico estadunidense Frank Zappa, que en ese año dirigió 200 moteles, un documental del que puede afirmarse lo mismo que de su creador: es inclasificable. Registro de una gira de conciertos de Las Madres de la Invención –nombre de la banda de Zappa–, es al mismo tiempo muchas otras cosas y, acaso por azar, asimismo fue pionero en términos técnicos: por primera vez una película era filmada en video y transferida a película, lo cual supuso enormes posibilidades en cuanto a efectos especiales y montaje.
Asesinado en 1975, el dramaturgo, narrador, poeta, filósofo, político y cineasta italiano Pier Paolo Pasolini filmó hace medio siglo una de sus cintas más representativas, polémicas y, como le sucedió más de una ocasión, censuradas por su temática y tratamiento: El Decamerón, basada en la igualmente célebre y escandalizadora obra de Bocaccio, es la décimo octava película del también autor de El evangelio según Mateo, Los cuentos de Canterbury y Saló o los 120 días de Sodoma. Igualmente de 1971, y de Italia, es otra película que de inmediato generó la sensación de hallarse frente a un hito: el enorme Lucino Visconti –El Gatopardo, Rocco y sus hermanos Boccaccio 70– entregó su última obra maestra cuando coescribió y dirigió Muerte en Venecia, adaptación de la novela homónima de Thomas Mann; moriría un lustro después.
Ambos filmes, El Decamerón y Muerte en Venecia, son extraordinarios ejemplos de una filmografía –la europea–, que en aquellos principios de la séptima década del siglo XX y del cine en sí, se mantenía vanguardista y señera como poco a poco, y aun ofreciendo un cine de alta calidad, fue dejando de ser de manera inadvertida, si se juzga por la posterior inexistencia de referentes mundiales provenientes de Europa que hayan alcanzado la estatura de ese par de gigantes, hasta la ulterior emergencia de nuevos cineastas, ya bien entrados los años ochenta. (Continuará.)