No fue el día que murió

No fue el día que murió

David Huerta Meza*

La Jornada Semanal

y a veces, cuando una persona sufre mucho en la vida, casi es un bien perder la memoria.

Hebe Uhart

El lodo le llegaba a media espinilla. Estaba chicloso, más que espeso. A cada zancada –alta, trabajosa, lenta– se preguntaba cómo había llegado a ese lugar, o qué o quién la había llevado, y todavía peor, por qué la habían dejado ahí. Pa acabarla de amolar no era de ese lodo como engrudo sino del otro, el de los ríos, ese lisito lisito, el podrido, en el que hasta las piedras se echan a perder y no nomás los pobres chilolitos, los cuerpecitos de los pescaditos mordidos por las tortugas y las ramas de huizache, o de pirul, de ése que con tantito que se remueva jiede bien harto a poxcaguado o a choquijia.

Mientras, su nieta se acordaba de esa vez que le dijo tú no vayas a hacer lo de tu padre, que dirás que no sabe que se desentendió de una vida. Te cases o te juntes, búscate a alguien bueno, que no le dé por pegar. Ira, con todo y todo, yo estoy agradecida con tu abuelito, nunca me dijo una mala palabra ni me levantó la mano, tampoco nos faltó, a mis hijos y a mí, ni comida ni medecinas. Pero tú no te vayas a agachar, tú no has de buscar a alguien que te quiera dar tu lugar, sino a alguien que sepa que tú ya lo tienes, que sepa que tú naciste con él y que está donde tú quieras que esté; también de la vez que se enojó con ella, o que se espantó, más bien, y por eso le dijo que no, que eso sí que no, que desiar no ber nacido era pior que desiarle la muerte a alguien, que renegar de la vida era también renegar de su mamá y de dios, que esas cosas ni siquiera había que pensarlas y ella quiso responderle abuelita, es que yo no las pienso, las siento, pero la viejita ni siquiera dejó que saliera de su boca rematando que esas cosas no estaban bien y de paso aprovechó pa preguntarle meramente pues si ya había dejado de creer, si en la escuela le decían que ya no fuera a misa, no, abuelita, nadie me dice eso, y pensó –pero no se lo dijo– por qué esta vida malvada mandó a mi nieta tan lejos, a esa ciudad ingrata, lejos de mí, onde a las personas de guarachis nos ven mal, tú –y eso sí lo dijo en voz alta– estás todavía muy chica pa vivir tan lejos y solita, rodeada de quién sabe qué gentes; de la vez que la hizo llorar cuando se le chispó el abuelita, yo a veces creo que ya nunca voy a regresar a
vivir aquí y quiso disculparse con ella misma diciéndose que lo dijo como se dan los buenos días o se pide la bendición, pero terminó maldiciendo las palabras que empujaron a la viejita
al llanto.

Le pedía ayuda a san Judas Tadeo porque parecía que, en lugar de avanzar, se hundía y se hundía, que el lodo ya le llegaba casi a la rodilla. Eso parecía. No había podido ser dios. En una de ésas había sido un duende o un nahual, ¡ay Jesús!, porque por diosito santo que no sabía qué hacía ahí, y como pudo se aferró al escapulario ¡ay, Virgencita!, ayúdame. Tenía que haber sido alguien más. Tal vez había ido buscar a la ausencia que era su padre –y no se acordaba–, pero acabó ahí atascada en la pestilencia de ese lodo de años, a la mejor fue él el que me empujó hasta aquí, ¿o fue usted, mamacita?, que en vez de guardarme en su regazo me llevó al de mi abuelita, o capaz que me arrastraron hasta aquí tú, Faustino y tus no es cierto, hija, habladurías de la gente, pero años después llegabas con otra criatura jurando que iba a ser la última vez, o qué tal que fuites tú, Lutgarda, que aquí pisates tierra ajena y se te olvidó que comites y dormites en mis entrañas y ni siquiera una palabra tuya mandabas para sanarme, o a la mejor fueron tus hermanos, que creían que porque estaban lejos no me enteraba de sus peleas de brutos, de que se pegaban como si quisieran matarse, pero no a trompadas o a patadas sino desquitando sus penas, echándose en cara sus culpas y rencores, escupiéndose bilis y sus dolores. Y de repente clarito sintió cómo la agarraban de los brazos y creyó primero que la querían hundir todavía más ¡suéltenme ingratos! Y después se sintió chiquita, niña, pero no, si yo ya estoy grande, ya estoy vieja y por más que quiso ya no pudo parar el pensamiento que la amenazaba, que el Maligno era el que la había arrastrado hasta ahí, e invocó entonces con todas sus fuerzas la ayuda del padre, pero no a la ausencia sino a esa presencia que sabía eterna. ¡Ay, Señor, gracias! Y cómo se calmó al principio, cuando escuchó los murmullos que no veía, claro, pero como que se le hacían conocidos y luego, conforme las voces iban tomando forma, se iba indignando ¡cómo consienten traerme aquí! Y ya después de plano se enojó ¡ora pues onde me traen!, y sus pasos eran cada vez más altos, sus pisadas con mucha más muina, pero temblorosas, ¡qué no están viendo que a duras penas y ando!

Mientras, su nieta, desde la sala, veía a Lutgarda, la menor y a Agustín, el mayor sostener a su mamá como con miedo de que se les desmoronara. Le costaba reconocer a su abuelita en aquella mujer atrapada en la lodacera que dejó el aguacero de quién sabe qué recuerdos, dando vueltas por su cuarto.

* David Huerta Meza. Narrador, ha publicado, entre otros medios, en Círculo de poesía, revista poblana de literatura, Opción, revista estudiantil del itam y en Otros Diálogos, revista cultural de El Colegio de México.

 

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