Al optar por un relato continuamente aderezado con elementos de corte fantástico, el guionista no vacila en acentuar las actitudes de fría displicencia en personajes como la reina Isabel II (Stella Gonet) o el príncipe Carlos (Jack Farthing), consorte de Diana, en su apego total a las rígidas normas y tradiciones de la corte, o en evidenciar la vulnerabilidad extrema de la princesa, quien llega a sentirse extraña y totalmente extraviada en los propios territorios en que transcurrió su infancia. Esa indefensión absoluta frente a una familia real todopoderosa que disimula mal su hostilidad hacia ella, tolerando a regañadientes su conducta pública poco ortodoxa, impropia de las convenciones de la corte, exacerba en Diana (sorprendente Kristen Stewart) una conducta paranoica y un desasosiego moral que sólo encuentra alivio pasajero en la complicidad de sus dos hijos pequeños, William y Harry, y de modo especial en un personaje ficticio, Maggie (Sally Hawkins, notable), su ayuda de cámara y su confidente más entrañable. Otras figuras, de empatía discreta, como el mayor Alistair Gregory (Timothy Spall), encargado de seguridad, o Darren (Sean Harris), el chef de cocina, son aliados obligados a mostrar un perfil bajo por los protocolos estrictos de la realeza. Dividida así la galería de personajes entre quienes representan amenazas (imaginarias o reales) para la princesa, y aquellos dispuestos a defenderla y preservar en lo posible su equilibrio mental, se configura un relato en parte fantasioso que el guionista ha diseñado como un oscuro cuento de hadas.
Entendidas así las intenciones del relato, no sorprenderán las extravagancias y simbolismos presentes en la cinta. Después de leer un libro, dejado a su alcance a manera de advertencia ominosa, sobre Ana Bolena, la reina mártir decapitada en 1536 por un pretendido adulterio –práctica tolerada ampliamente en su consorte real Enrique VIII–, una impresionable Diana Spencer confunde su propio destino con el de aquella reina, y en uno de sus múltiples delirios ésta se le aparece físicamente para aleccionarla o advertirle del riesgo de perder ella misma la cabeza, situación muy evidente ya en los actos de autolaceración corporal o de bulimia incontrolada que tanta consternación provocan en la corte. Ese supuesto desvarío mental, exacerbado por un intenso acoso mediático, se presenta también como una amenaza a la estabilidad misma de la insti-tución real, una monarquía cuestionada ya entonces, y mucho más ahora, por escán-dalos imparables. Pablo Larraín, director de No (2012) y de Neruda (2016), filoso fustigador de la dictadura pinochetista, no es menos clemente con el carácter rancio de los rituales de una realeza que coloca el interés de la tradición por encima del bienestar y la salud mental de un personaje como Diana Spencer. Esta lucidez crítica del director, quien saca el mejor provecho del delirio, marca una distancia artística entre esta cinta y otras producciones que por su temática le preceden o se le asemejan ( Diana, 2013, del alemán Oliver Hirschbiegel, con Naomi Watts, o la popular serie The Crown, 2016, en Netflix, del británico Peter Morgan). En el conjunto actual de biopics rutinarias, de realismo convencional, cabe reconocer en el retrato sicológico de su polémica protagonista, todo el sello personal, la autoría audaz, del realizador chileno.
Se exhibe en Cineteca Nacional, Cinépolis, Cinemex, Cine Tonalá y Cinemanía.