La vida difícil de una mujer fácil en una cantina de carretera: Relato
En esta entrega Miguel Valera nos cuenta sobre una mujer que desde pequeña empezó en la vida galante
Me detuve en el kilómetro 82 de la carretera 140 Xalapa-Veracruz, por la vía libre de Paso de Ovejas, en una población cercana al sitio donde Mel Gibson filmó escenas de Apocalypto y de la hacienda Manga de Clavo, lugar de refugio desde donde Antonio López de Santa Anna alivió depresiones del poder.
La música de la cantina de “la señora E” llamó mi atención y ahí me estacioné. La voz inconfundible de Michel “El buenón” me recibió. Un parroquiano, con una hilera de más de 20 botellas de cerveza Victoria, vacías, me invitó a sentarme a su mesa. Una mujer madura, de mi edad, aproximadamente, me abrió la primera, que bebí de un tirón.
II
—Siempre que estaba con él me daba cinco mil pesos. Era mucho dinero, insistía. Fue hace como 25 años, recordó. Un día me quiso regalar un coche, pero “la chica Y” se interpuso y ya no me dio nada. A todo volumen, Michel “El buenón” apenas nos permitía conversar. —“Te cuento todo esto porque tú si me escuchas. Gracias por eso, me dijo. Además, mira, yo tengo un hombre que es ingeniero y es educado y huele bien”.
“La verdad sí he andado en esto desde entonces, pero mira, uno tiene que sobrevivir, que vivir y salir adelante, me insistió, mientras me contaba que también atendió a un hombre de Huatusco, que al parecer era narco. Sí, era todo barbudo y tenía mucho dinero”.
—“También un día, aquí, en esta cantina, añadió, llegó un hombre que se encariñó conmigo. Yo era muy guapa, la verdad estaba bien, tenía cinturita, estaba yo bien rica y pues una vez un hombre se enamoró de mí y me ayudó mucho. Pues sí, lo atendía y todo, pero un día me sorprendió porque me regaló cien mil pesos. ¿Quién te regala cien mil pesos? Nadie, nadie. Con eso pude arreglar mejor el lugar y bueno, aquí estoy, luchando”.
III
La música seguía a todo volumen. A la mesa llegó un compadre del parroquiano que me invitó, un hombre de piel oscura, camionero también, que cargaba una figura de San Judas Tadeo en una cadena de collar. —¿Es San Juditas?, le pregunté, para hacer conversación. En un momento pensé que era la Santa Muerte, pero después con detenimiento y en su respuesta, supe que era el Santo de las causas difíciles.
“Sí, sí, es San Judas. Soy devoto. Allá adelante, en mi casa, a orilla de la carretera, le hice una ermita”, me presumió. Nos invitó otra ronda y luego otra y una más, para terminar pagando un cartón en 450 pesos.
En la pieza un hombre, también con otra cadena que colgaba a San Judas Tadeo, abrazaba a una chica veinteañera, ataviada con un vestidito negro, que resaltaban sus jóvenes piernas aún firmes y ágiles. De vez en vez volteaba a nuestra mesa y nos sonreía, mostrando el daño en una pieza dental, producto de algún golpe o quizá de alguna carie.
Sonreía forzada cuando el hombre le besaba suavemente la mejilla y acercaba su cuerpo al suyo, como enamorado. —Mira, ya se enamoró, le dije a la señora E. —¡Qué va a ser!, me contestó. Aquí no puedes enamorarte. Bueno, a veces pasa. —¿Cómo no?, me dijo el parroquiano. ¿Ya no te acuerdas de fulana que hasta la fecha vive con un hombre que se encontró aquí? —Bueno sí, sí, pero son casos raros. Todos reímos.
IV
Las sombras de la noche, que se acentuaban con los frondosos árboles de mango que cubrían la carretera, nos abrazaban. La música seguía a todo volumen, ensordecedora, impidiendo conversar a gusto, pero entre pausa y pausa, Isabel coqueteó conmigo y me ofreció ir a la cama. —Vamos, solo 500 pesos, por todo el servicio, me dijo. —Bromee con el servicio y le dije que me diera detalles de lo que incluía. Entendí que no había tenido ningún cliente, ese sábado caluroso del kilómetro 82.
Tuve deseos de tocar sus piernas, pero me contuve, tomando mejor el talle de la última Victoria, helada, que la señora E había puesto sobre nuestra mesa. “Solo nos debe importar, lo que te doy y me das, un rinconcito para nosotros, si tú lo quieres voy a buscar, pondré un letrero con letras grandes, en el que diga No molestar”, se escuchaba en mis oídos la voz de Michel “El buenón”.
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Saqué mi cartera, pagué el resto de la cuenta, le agradecí a la señora E por la conversación, le prometí a Isabel que regresaría y le pedí un cigarrillo Roma, de una cajetilla casi nueva que estaba sobre la mesa. Ahí quedó en el aire, la música de mi tocayo el buenón, las historias de juventud de la señora E, y una tira de botellas vacías de cervezas que esa tarde-noche calmaron la sed de un viajero de la carretera 140.