Los límites (y virtudes) del capitalismo:
Nuevas reglas y concepciones contra la especulación salvaje
Claudio Magris
En La familia Moskat de Singer, un personaje cree en el capitalismo porque lo considera sustentado en las leyes de la naturaleza y en la misma naturaleza humana. Es fácil objetar que es una realidad histórica, cambiante y pasajera como cualquier otra; no por ello es menos “natural”, en tanto que la Naturaleza es el incesante nacer y perecer de todas las cosas: continentes que emergen, especies que se extinguen, imperios que dominan y se disuelven, sociedades que decaen durante períodos prolongados, a veces también cortos. Por otra parte, la naturaleza y la vida –y, por tanto, también un sistema económico– no pueden ser respaldadas en todas sus manifestaciones: tratamos de combatir los terremotos, los tsunamis, las enfermedades y todo aquello que las provocan: el hambre y las condiciones políticas y sociales son algunas de las causas.
Los desastres del capitalismo
La actual crisis económica mundial, que colapsa en un lugar y detona en otro, como las alcantarillas obstruidas que hacen saltar primero uno y después otro alcantarillado, no induce a cuestionar ideológicamente el capitalismo, sino a tratar de comprender el porqué de estos desastres y cómo remediarlos. En su ensayo Chiesa e
capitalismo –no se trata de un epíteto, tampoco
de una contraposición, sino de un diálogo que busca corregir esos desastres– Giovanni Bazoli subraya que la expansión capitalista está ligada al progreso del nivel de vida de muchas personas y regiones del mundo, destacando también la creciente desigualdad entre los que viven dignamente y los innumerables condenados de la Tierra. Tratar de corregir los defectos de un sistema no significa desconocer sus virtudes y mucho menos declararlo “fracasado”, ni siquiera cuando un determinado orden histórico parece inadecuado para la nueva realidad. Existe la complacencia generalizada de declarar el fracaso de un movimiento (político, social o económico) cuando su fase progresiva parece terminada o en declive. Al final, todos pierden. También Luis xiv, al concluir su reinado, dejó una Francia desposeída, así como Napoleón terminó derrotado en Waterloo, y exiliado. ¿Debemos considerar fallidas y fracasadas las políticas del Rey Sol o del Imperio Napoleónico, que con sus leyes propagaron los derechos civiles en casi toda Europa? Actualmente hay quien se lava la boca con el fracaso –o decadencia– del socialismo, olvidando, con un minúsculo resentimiento ideológico, lo que logró y lo que significa el socialismo en su propia historia, lo que seríamos sin sus conquistas, además hoy, con la posibilidad de revisarlas.
¿Qué hacer?
Pero Bazoli se detiene sobre todo en los males generados por un capitalismo felizmente salvaje que se ha alimentado e hinchado de burbujas de aire más que de economía real, y que corre el riesgo de la ruina al perseguir con codicia miope el beneficio inmediato, lo cual resulta contraproducente para todos. También el capitalismo plantea a su clase dirigente la pregunta que en su tiempo el comunismo planteaba a la propia: ¿Qué hacer? De hecho así se titula el ensayo de Lenin de 1902, derivado de una novela de Chernyshevski. Bazoli invoca esencialmente dos cosas: nuevas normas y una transformación en la percepción de empresarios y accionistas. Su catolicismo lo impulsa a poner un fuerte acento en la autorrenovación espiritual y en el compromiso personal; el cristianismo es esencialmente metanoia, renacimiento radical hacia una nueva vida que comprende a todos los hombres en todos los ámbitos de su existencia y, por tanto, también en el de su actividad económica. Pero en este caso la situación es especialmente complicada. Un solo individuo puede elegir una manera más sabia, más humana y a la larga más satisfactoria de llevar su vida y, por lo tanto, también su negocio, incluso aceptando un menor beneficio inmediato a cambio de perspectivas más seguras y tranquilas; en lo que a él respecta personalmente, puede hacer esta elección aunque los demás se comporten de manera distinta. Pero si un empresario –de cuya ganancia dependen también sus empleados– opera en una situación en la que domina una carrera salvaje contra la ganancia inmediata, incluso a costa de peligrosos desequilibrios, difícilmente también podrá permitirse permanecer rezagado por un breve período, con el riesgo de dañar irreparablemente a su empresa y a aquellos que de ahí obtienen trabajo y sustento.
Carrera salvaje
Es como si en un cine todos se pusieran de pie: es un disparate porque no es posible sentarse si se quiere ver la película. El frenético absurdo de ponerse de pie en el cine es, por lo demás, un símbolo de toda nuestra vida y de nuestra manera de conducirnos. También en la promoción cultural la necesidad de aparecer, de mostrarse y de “participar” es por sí misma una calamidad ruinosa contra la vida y sus placeres vinculados al ocio y a la libertad mundana, obligándonos a utilizarla casi todo el tiempo para hablar de lo que se es y lo que ya se ha hecho, obstaculizando la invención y la búsqueda de nuevas experiencias. Pero esta calamidad es inevitable, porque un artista que se sienta mientras todos se levantan, no sólo no ve, sino que –lo que es peor– no es visto. El beneficio salvaje y urgente, perseguido con ventaja en lo inmediato y desventaja a largo plazo, no sólo caracteriza el campo específicamente económico, sino que predomina en todo los demás y en particular en eso –también de orden económico– que es la producción y el consumo cultural. Ahora la carrera es tan salvaje, desordenada y descarada, que es difícil sobrevivir, al menos provisionalmente, sin estar a su paso. Es difícil saltar del tren en marcha, especialmente para aquellos que de esa manera arrastrarían a otros, aunque se sabe que antes o después del tren descarrilará desastrosamente para todos.
¿Cuáles reglas?
Por tanto, es difícil confiar en ese cambio deseable de mentalidad, de cultura y de ética para corregir la ley de una jungla cada vez más y más desenfrenada. Igualmente la crisis que afecta –parece que desde la raíz– nuestra realidad económica, con todas las consecuencias sociales y políticas imaginables, corre el riesgo de hacer patéticas o al menos noblemente abstractas y retóricas las discusiones sobre la renovación moral y espiritual. Quedan, pues, las reglas, los mecanismos –generales y concretos– necesarios en la sociedad civil para que cada uno, respetándolas y cuidando que se respeten, pueda vivir serenamente “su vida cálida”, como la llamaba Saba. Es un problema cada vez más recurrente, como ha mostrado la reciente discusión entre Guido Rossi y Giulio Tremonti sobre el libro de Michele Salvati, y tantos debates e intervenciones que siguen sucediéndose. Pero ¿qué reglas, exactamente? ¿Y garantizadas por qué fuerza pueden realmente hacerse cumplir? ¿Las normas deberán tener al menos una estabilidad relativa acerca de cómo se pueden afrontar los vertiginosos cambios de la crisis, como señaló recientemente en el Il sole 24 ore Giuliano Amato a propósito de la postura europea, que ha cambiado tan rápidamente con respecto a los mercados financieros? Un ignorante de economía como yo, cuando lee que se necesitan medidas de austeridad, pero que un Premio Nobel de la economía como Stiglitz, exconsejero de Clinton y en la cima del Banco Mundial, las considera un desastre, genera la impresión de un barco sin timón en una gran tormenta.
Preguntas
Aparte de todo esto, el nuevo capitalismo, que tan a menudo se ha lavado la boca con la “desregulación”, ¿podrá aceptar –sin atascarse en la ruina de todos– reglas estrictas y neutrales, es decir, límites a su expansión, o ha ido demasiado lejos para detenerse o incluso para moderar la velocidad de su espiral? ¿Podrá corregirse a fin de ofrecer posibilidades a todos, para que no suceda, como en la parábola evangélica de los obreros de la viña, que algunos o, más aún, muchos no tengan ninguna oportunidad? En la parábola evangélica, subraya Bazoli, a los obreros que llegan a última hora se les paga como a los demás obreros que han trabajado todo el día, porque antes de esa hora nadie les había dado la posibilidad de trabajar. Pero, ¿cómo puede un empresario, incluso el más honesto, comportarse como el Señor? Preguntas, preguntas, preguntas, preguntas, decía Brecht.
Traducción de Roberto Bernal.