La tía Hortencia fue una mujer buena

Cuando la tía Clara Elena salió de su casa en la calle Nevado de Tolucaal pie del cerro del Macuiltépetl, en Xalapa, se le hizo un nudo en la garganta y empezó a llorar. A su edad, luego de perder a dos hijas, a un nieto y a su esposo, llorar era parte de su vida cotidiana.

Pero ahora se trataba de una hermana. Lloró, primero por el amor que le tenía y después, porque creía que Dios la había escuchado demasiado pronto. Un día, pensando en el futuro de su hermana, sola y sin hijos, le pidió a Dios que se la llevara primero, para que ella pudiera ayudarle hasta el final. Pensó que Dios se había tomado muy en serio esa petición.

Se bajó del taxi en la Clínica 11 del Seguro Social y subió apresurada para intentar ver a su hermana. Nunca soltó el rosario. Desgranaba las cuentas y rezaba, rezaba y rezaba, mientras las lágrimas surcaban sus mejillas. Cuando llegó al lado de su hermana, la tía Hor, ésta la recibió con una gran sonrisa y le dijo al oído, alegre, feliz: ya están aquí Güichito, Liz y Lulú, su sobrino y sus hermanas, todos fallecidos. Ya me voy con mamita. La tía Güera lloró nuevamente, pero sus lágrimas eran de felicidad, de tranquilidad, porque sabía que el tiempo de su hermana había llegado y se iba tranquila, en paz.

 

La tía Hortencia fue una mujer buena

Cuando la tía Güera nos contó todo esto, se me aguadaron los ojos y se me empañaron los lentes. Para que no lo notara apuré un trago de café caliente que me había servido y empecé a comer las gorditas con salsa roja y pollo que la tía Soco nos puso en un plato. Afuera la neblina cubría el cerro del Macuiltépetil y mi termómetro telefónico marcaba los 12 grados.

La tía Hortencia fue una mujer buena. Vivió una vida intensa, trabajó, disfrutó, se divirtió y amó profundamente a su familia. La recuerdo algunas veces en casa, jugando con mis hijos, siempre alegre, sonriente, amable. Sufrió, como todos sufrimos en la vida. En los últimos años le partió el corazón la muerte de “Estrellita”, su perrita, su mascota, su compañera de días de soledad, a quien le escribió una carta póstuma y con quien seguramente ya se encontró.

Era una mujer muy detallista. En una libreta tenía anotados los cumpleaños de toda su familia y amistades para llamarles o llevarles un presente, según lo permitieran las circunstancias. Visitaba constantemente a su hermana Clara Elena, la tía Güera y viajó a Estados Unidos, con la tía Soco, donde pasaron momentos felices y divertidos.

Entierro de la Tía Hortencia

El día que la llevamos al panteón xalapeño, la tía Güera se veía muy tranquila. Rezó el rosario con detalle, padrenuestros, avesmarías, jaculatorias y letanías. Con su cabello gris, casi blanco, se veía seria, solemne. En algún momento se le quebró la voz y sollozó, pero en general la vi fuerte. Dios le había concedido el favor de entregar a la tierra el cuerpo de su hermana. Ya no tenía que preocuparse por ella. Estaba segura que ya estaba mejor que nosotros, tranquila, en las manos de Dios.

Cuando terminó el rosario toda la familia pasó, uno a uno, a darle el último adiós a la tía Hor, en la cripta donde descansarían sus restos mortales. Las tías Güera, Soco y don Miguel, recibieron el pésame de otros familiares, de amigos y conocidos. Doña Clara Elena se fue tranquila y de muy buen ánimo, tanto que en el pasillo de salida hacia el estacionamiento les pidió a sus nietos que la cargaran. Montada en los brazos de los dos fornidos jóvenes, la tía Güera saludaba a uno y otro lado, como si de una Reina se tratara. Luego, pidió que la subieran en un murito de una escalera construida a modo de resbaladilla y de ahí, acompañada por sus nietos, se deslizó, como si de una niña se tratara.

Se veía sonriente, tranquila, serena, feliz. Estaba absolutamente segura que su hermana Hortencia ya estaba con Dios, ya descansaba, ya tenía en sus manos, en su ser, en su alma, “la posesión total, simultánea y perfecta de una vida interminable”, como lo escribió el filósofo romano Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio.

La vida es una pasadita

La vida es una pasadita, me dice la tía Güera en su casa de la calle Nevado de Toluca. No hay que guardar rencores. Eso no sirve para nada. Yo ya perdoné a todos, señala serena, mientras se come una pieza de pan de la Panadería San Gabriel, de la Avenida Venustiano Carranza 9 bis, en la colonia Francisco I. Madero.

Trabajó un año en la CTM, un año en la Cruz Roja y 26 años y medios en el Seguro Social, haciendo el trabajo de tres personas, porque cuando se jubiló contrataron a dos personas más para que apoyaran a quien la sustituyó. Con cuatro perros y cuatro loros, con sus hijos, sus nietos y 8 bisnietos, la tía Güera ha pasado pruebas difíciles, pero vive con fe, animada en que tarde o temprano tendrá la recompensa de la vida interminable en la que cree. Su sonrisa y su conversación, esa tarde gélida xalapeña, me llenaron de esperanza.

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