La libertad de expresión y sus enemigos
Vilma Fuentes
El asesinato de un periodista atenta, no sólo contra la persona física de un ser humano, sino también contra un principio fundamental de la Historia de las civilizaciones: la libertad de expresión. La primera víctima de este crimen es también la más célebre: Sócrates, juzgado y condenado a muerte por haber hablado libremente a quienes lo escuchaban y aprendían a pensar con sus palabras. En la época de la Inquisición, Galileo estuvo a punto de sufrir la misma suerte si no renunciaba a su descubrimiento; cabe recordar su célebre réplica cuando, después de verse obligado a capitular ante sus jueces, no pudo resistir murmurar: e pur si muove, dirigiéndose secretamente a la Tierra más que a los ignorantes y terribles tiranos.
A diferencia del crimen pasional, el asesinato de un pensador, un científico, un escritor o un periodista es un acto premeditado que obedece a intereses de dominación política, financiera, religiosa o sectaria. Crimen de Estado o de grupos con ideologías o ambiciones particulares, se busca desparecer cualquier adversario capaz de rebelarse contra las ideas que sirven de base a formas dictatoriales.
Si en regímenes abiertamente despóticos, asesinatos y encarcelamientos de periodistas y escritores disidentes son una práctica que no busca pretextos para imponerse como una normalidad de la vida pública, en naciones donde se exhibe una fachada democrática, la disidencia es reprimida mediante la censura, sea directa o bajo la formas de la amenaza, la manipulación de las leyes, el desempleo y la miseria, la reprobación moral en nombre de una política correcta y conveniente a los intereses del poder en plaza, multas, prohibiciones de actos en la vida diaria, tentativas de corrupción.
Desde los albores de la Historia, la expresión de ideas, principalmente bajo su forma verbal, fue considerada como un elemento esencial del proceso de reestructuración social que permite alcanzar los ideales supremos de verdad, justicia y perfección. En los siglos VI y V antes de la era cristiana, en China, Confucio recomendaba la expresión de las ideas para transmitir las leyes del Cielo al pueblo. En la antigüedad greco-romana, la expresión oral era considerada como una forma de comunicación propia de la sociedad humana, cuyo procedimiento y uso es ilustrado por el diálogo platónico. Aristóteles señaló, por su parte, que el comercio de la palabra es el lazo de toda sociedad doméstica y civil. Ya desde esa época, las expresión de ideas era considerada según su contenido: verdades o falacias dañinas a la sociedad. Si bien se estimaba que un mal uso de la palabra no justificaba que se la prohibiese, pues, según Aristóteles, tal objeción “podía igualmente aplicarse a todas las buenas cosas y, sobre todo, a lo que hay de más útil”.
Durante varios siglos, continuará apreciándose la transmisión de ideas con el objeto de proteger los valores sociales, en especial los religiosos considerados como supremos. A partir del Renacimiento, la corriente humanista, amplificada por el desarrollo de la imprenta, presentará la expresión de convicciones como un medio de logro personal y de emancipación del individuo, con base en la tolerancia y contra el fanatismo. El Siglo de la Luces contribuirá al auge y difusión de estos conceptos que valorizan la plaza del individuo en el sistema social hasta llegar a la consagración de la libertad de expresión como norma jurídica. “Sin la libertad de criticar, no hay elogio halagador”, es la famosa réplica de Fígaro que hace de Beaumarchais, su autor, figura y faro de la libertad de expresión.
Varios filósofos, como Kant, consideran que esta libertad no puede existir sin límites. Esto son, en primer lugar, de orden moral. Así, la mentira, la calumnia la difamación son contrarias a la “virtud” porque faltan de respeto al otro. Benito Juárez resume este pensamiento en una frase lacónica, precisa y lúcida: “El derecho al respeto ajeno es la paz.”
Aunque el pensamiento del otro sea contrario al propio, debe poder expresarse. Tal es la idea central del Tratado sobre la tolerancia de Voltaire. Lo que dicho de otra manera, con su típico humor, George Orwell señala en La granja de los animales: “Si la libertad tiene un sentido, ésta significa el derecho de decir a los otros lo que no tienen ganas de escuchar”.
Así, la libertad de expresión, hoy jurídicamente garantizada, en realidad encuadrada en forma estrecha, se ha convertido hoy día en una de las cuestiones fundamentales del mundo moderno. Una dictadura puede imponerse mediante un sistema tiránico, pero puede también ejercerse en una democracia aparentemente libre. Basta ver cómo se difunden con autoridad algunos errores científicos o filosóficos, como en las polémicas sobre la medicina, la obligación de los políticamente correcto, la desconstrucción del lenguaje y otras amenazas actuales. Los enemigos de la libertad de expresión aparecen bajo nuevas formas, siendo los más peligrosas los que se disfrazan con las vestiduras de la moralidad para ejercer su dictadura.