Samuel Beckett o la muerte de las ideologías
Yolanda Rinaldi
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“Es tan lejano morir, tan cansado a la larga”, murmuraba en su lecho de enfermo Samuel Beckett, el singular escritor y dramaturgo irlandés que murió finalmente aquel 22 de diciembre de 1989, dejando abandonados, en agonía y tinieblas, a los seres que imaginó: Vladimir y Estragón, sus frágiles y desolados personajes de Esperando a Godot, la obra que lo encumbró y le dio la voz narrativa que lo llevó a ganar el Premio Nobel de Literatura en 1969.
Estragón dice a Vladimir “No hay nada que hacer” y uno se pregunta si Beckett plantea también en esa frase otra clase de muerte; desde su perspectiva, ¿la muerte de las ideologías religiosas, políticas y sociales? ¿Acaso piensa que para el Hombre –ese que habla de ciencia, moral, historia, arte, industria, comercio, familia, pueblo, fe– ya no hay contenidos en la vida y carece de fuerza para renovarse?
Beckett transporta al lector por una senda fascinante, muy lejos de la organización de la sociedad, para ubicarlo en un sueño absurdo, en un espacio en donde a sus personajes Vladimir y Estragón no les queda sino admitir su suerte y lamentarse: “¿Estás seguro de que es aquí?”, pregunta Estragón y Vladimir asegura: “Dijo delante del árbol.”
Ellos esperan a Godot, “diosito”, God-ot. A medida que el drama se va desarrollando uno se pregunta qué puede elegir este par sino entre seguir viviendo o morir, porque ese pesimismo que baña la historia nos hace percibir Esperando a Godot como una metáfora de la sinrazón de la vida: “Ahorquémonos ahora mismo”, propone Estragón, a lo que Vladimir responde “¿De una rama?… No me fío.”
Para Beckett, la degradación y la miseria humana son la antesala del derrumbe de ideologías religiosas, políticas y sociales. En una atmósfera sórdida, tenebrosa, los personajes carecen de terminus ad quem, carecen de voluntad de hacer las cosas porque la acción compromete. ¿Hacia dónde van? Beckett, corrosivo, logra imprimir un estupendo efecto de quietud, trazando dos personajes atrapados entre esa ferviente esperanza y una profunda desesperación. Parecen ilustrar las preocupaciones perturbadoras y derrotistas del autor, distantes del trabajo con la Resistencia, después de la Ocupación de París durante la II Guerra Mundial. En el texto salta a la vista la ausencia de rebeldía, no hay un llamado a la acción y en esta situación negativa hay una parálisis del pensamiento que lleva a Estragón a decir: “Vamos, reflexiona un poco”; pero reflexionar en qué, si el Hombre se encuentra en un camino incierto, prisionero del sueño de Dios. El Hombre está sediento de justicia divina.
La actitud y lenguaje de los personajes corresponde a la intención de Beckett de lo que quiere revelar, acaso, la abolición de la realidad. Vladimir y Estragón han roto con el pasado, han perdido el don de la sociabilidad y el futuro es poco esperanzador. No hay esperanza, y si la hubiera, es una esperanza fallida ante una invención: Dios. Godot es algo lejano e implacable. Sólo resplandece la inocencia de los personajes porque, pese a su profunda desesperación, Dios es una certidumbre para ellos. La ausencia absoluta de cualquier sentido pudo ser el sentimiento que dominara a Beckett y que, con un espíritu nihilista, sujetara a sus personajes. Dios es una esperanza que no se cumple. No hay nada que hacer, nada que ver, nada que decir, nada que oír.
En el plano social, Beckett pone en tela de juicio la institución familiar que, como base de la sociedad, no lo es más, y desliza la propuesta ontológica de la homosexualidad como planteamiento de rechazo a formas de uso. En el plano político, ¿qué pasa con esas formas de socialismo, comunismo, capitalismo? (hoy centro, izquierda, derecha) ¿Hacia dónde llevan? ¿Acaso a otras formas de opresión?
Esperando a Godot deja en el ánimo del lector (o espectador) la sensación de una metáfora que esconde, oculta, un pozo de frustraciones, privadas y colectivas, en un estilo que carece de complacencias y enfrenta a la tradición.