Nuevas narradoras japonesas | ‘La dependienta’: Sayaka Murata y la rebeldía inmóvil
Eve Gil
———-
Las primeras palabras que dirige Keiko Furukura, mujer soltera de treinta y seis años, a sus anónimos lectores, no se refieren a ella sino al supermercado en que trabaja:
Las konbini están llenas de sonido. La campanilla que suena cuando entra un cliente o la voz del cantante de moda que anuncia un nuevo producto por megafonía. Las voces de los dependientes que saludan a los clientes, el escáner de códigos de barras. Las cestas de la compra que se llenan, alguien que coge una bolsa de pan o unos tacones que recorren los pasillos. Esta amalgama de sonidos forma el “ruido de la tienda” que cada día me bombardea los tímpanos sin cesar.
Con este párrafo presenta Sayaka Murata (Japón, 1979) a la protagonista de su décima novela, La dependienta (Traducción del japonés de Marina Bornas. Duomo ediciones. Barcelona, 2020), ser desdibujado, quien existe por intermedio de la tienda en que trabaja, pero también una mujer con pensamiento y vida, que a los dieciocho años resolvió esconder, en la impersonalidad de una dependienta de supermercado, su disidencia frente a una sociedad discordante que pide a las mujeres autonomía laboral, al mismo tiempo que subordinación a la figura masculina; que aborrece hasta el mínimo desvío de la “normalidad”, a la vez que enaltece la diversidad como virtud. Así, en La dependienta, Murata se adentra en la relegación de la mujer y en la marginación de la clase trabajadora en la sociedad japonesa contemporánea, temas que Furukura, narradora en primera persona, expone de forma intimista, si bien con un engañoso matiz de indiferencia, aunque no sólo es testigo sino protagonista de los hechos.
En una sociedad hipertecnologizada y de vida aceleradísima, para La dependienta Murata elige una narración lineal, apenas con saltos temporales y de ritmo ralentizado, de lo que emerge un agudo guiño de ojo que devela la paradoja de las sociedades contemporáneas: por un lado, dependen de la rapidez de hechos y eventos para su funcionalidad; por otra, se hallan sujetas al sedentarismo físico, que deviene sedentarismo emocional y moral. Tal es el mundo que percibe Furukura, y al que intenta conmover realizando actos de ruptura:
Lo mismo pasó cuando una profesora sufrió un ataque de histeria en clase y se puso a chillar mientras golpeaba la mesa frenéticamente con la lista de asistencia. Mis compañeros le suplicaban llorando:
–¡Señorita, por favor! ¡Pare, señorita!
Pero ella no entraba en razón. Para hacerla callar, me acerqué y le bajé la falda y las bragas de un tirón. Avergonzada, la joven maestra rompió a llorar y se tranquilizó.
Ante la ruptura de la normalidad implícita en la histeria de la joven maestra, Furukura reacciona con otra ruptura, porque no atisba que la normalidad no busca la comprensión de la otredad, sino invisibilizar sus manifestaciones. Furukura se transforma en anomalía a los ojos de los demás porque no evade las otredades, sino que las mira y las escucha. Por eso, nadie interioriza el código de conducta para empleados de la tienda como ella, porque el código sistematiza lo que se espera de una persona para integrarse a la sociedad.
Por un tiempo dependienta ella misma, Murata retrata de manera aguda el ambiente laboral en estos espacios, donde se automatiza a los empleados, sustrayéndoles sus historias, hasta parecer hombres y mujeres sin rasgos propios, lo que se evidencia cuando Furukura advierte para sí el intercambio de acentos establecido en la convivencia diaria entre sus compañeras: “Lo que más se me pega de quienes me rodean es el acento. Por entonces mi forma de hablar era una mezcla entre la de Izumi y la de Sugawara.” Esta introyección de personalidades transforma la tienda en microcosmos de entes que niegan su yo para no interrumpir la cadena de consumo con sentimientos o pensamientos estorbosos. Renuncia al yo que los empleados creen voluntaria, considerando que el trabajo en la tienda es pasajero, sin observar que esa renuncia pone la primera piedra de futuras renuncias.
Seguros en los autoengaños de la acción voluntaria y de la capacidad personal de movimiento, los dependientes no comprenden la permanencia indolente de Furukura en un trabajo efímero pero, sobre todo, no atisban que detrás de esa pasividad se esconde la rebelión de la protagonista ante una sociedad que desde niña le ha exigido ser normal y a la que responde inmovilizándose, porque la inmovilidad es el summum de la normalidad en las sociedades modernas: el ser que no desea, no siente, no piensa. El ser inmóvil surgido de la financiarización de la vida impuesta por el neoliberalismo; mujeres y hombres condenados a una uniformidad estéril, que Sayaka Murata dibuja en La dependienta a través de un discurso parco en descripciones pero profuso en tensiones existenciales.