La flor de la palabra
Irma Pineda Santiago
Hace varios años escribí un poema que finaliza con la pregunta: “¿Tu laadu, laadu, cani gucala’dxidu stobi nga ñacadu?/¿Quiénes somos nosotros, los que un día quisimos ser como los otros?” Lo pensaba siempre como algo que no me dejaba descansar hasta obtener la respuesta. Ahora sé qué árbol soy y cuál es mi raíz. No fue fácil. Nunca lo es cuando nos arrancan de la tierra que nos sostiene y nos depositan en otra, donde parece que no encajamos, donde sentimos que todos se dan cuenta de que no pertenecemos a ese lugar y nos miran diferente.
Sí, somos diferentes cuando llegamos a un nuevo sitio, se nos nota, quizá en el tono de piel, en la ropa, en los hábitos cotidianos, por nuestro hablar, o el no hablar, porque el silencio se vuelve nuestro lenguaje cuando nos sentimos extraños, cuando no sabemos cómo decir las cosas, cuando no entendemos ese idioma nuevo y todos los códigos del sitio al que llegamos. Entonces queremos ser como los otros, para que nadie nos note en nuestra diferencia.
Pero a veces, en ese camino de querer ser como los otros, nos perdemos un poco, vamos olvidando la raíz que nos dio origen, hasta que llega un día en que nos preguntamos quiénes somos. Entonces tenemos que caminar un poco hacia atrás, para recuperar nuestra memoria, para redescubrir la historia de nuestras madres y padres o los abuelos; para encontrar el camino que nos lleve de vuelta a la casa de nuestro ombligo.
Este camino de vuelta es un poco confuso, porque vamos recorriendo tramos llenos de espinas, de lágrimas, descubrimos palabras feas, como racismo, discriminación o exclusión. Con ellas nos abren heridas y duele, duele mucho. Pero también hay tramos donde reímos y nos alegramos por encontrar a personas como nosotros, que buscan cómo devolver su corazón a casa y juntos nos hacemos fuertes, compartimos nuestras historias y descubrimos que el mundo es diverso.
Entendemos que la diversidad nos da la posibilidad de encontrar miradas distintas, de conocer cosas tan variadas como las ideas, los sabores, los colores, las formas de hablar, y que eso nos enriquece profundamente, como personas y como sociedades, porque en el mundo hay muchas culturas, muchos pensamientos y estilos de vida, que ninguna es mejor o peor, es sólo que son distintas, al igual que cada una de las personas que las conforman.
Descubrimos entonces otra palabra importante, identidad, sí, eso que nos hace saber quiénes somos, a dónde pertenecemos, cuál es nuestra raíz, y una vez que lo tenemos claro, también recuperamos el orgullo por nuestro origen. Porque la discriminación y el racismo nos han hecho ocultar esa identidad, negarla, para que nadie nos excluya, pero una vez que la abrazamos, aprendemos a caminar con la frente en alto.
Sobre todo, aprendemos cómo defender esa identidad y nuestra cultura, buscamos información para conocer nuestros derechos, para que nadie nunca más nos haga sentir mal por nuestro origen, por ser diferentes; para que tengamos las herramientas necesarias que nos permitan poco a poco ir acabando con las distintas formas de discriminación. Ese es el gran sueño que ahora tenemos: que exista un mundo sin racismo, que aprendamos que, aunque seamos diferentes, somos iguales en derechos; que sin importar nuestro color, apariencia o pensamiento, debemos tener las mismas oportunidades, para alimentarnos, para cuidar la salud, estudiar, trabajar, divertirnos, es decir, para tener una vida digna.
Ahora nosotros, los que un día quisimos ser como los otros, sabemos quiénes somos y sabemos que soñar no basta; ahora nos toca a cada uno trabajar para hacer posible un mejor mundo. Nos toca difundir lo que vamos aprendiendo para que más gente conozca sus derechos, que sepan que no está bien señalar ni discriminar a nadie por verse o ser diferente, que sepan que todos merecemos ser tratados con respeto, porque este mundo es amplio y cabemos todos con nuestra diversidad.