Resplandor en la oscuridad: el amor y el color negro en Beatriz Zamora

Resplandor en la oscuridad: el amor y el color negro en Beatriz Zamora

José Ángel Leyva

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Estoy convencida de que nací artista, de que no tenía más camino que el del arte. Me miro a los ojos, más negros con el tiempo, e imagino aquel 25 de julio de 1935, cuando vine al mundo y mi padre, Rutilio Zamora, susurraba mi nombre al oído de Esther Urbina, su esposa, mi joven madre. Él era químico y le bastaba oler y probar el petróleo borboteante en los veneros para hacer cálculos y evitar las explosiones. Pero nunca vio venir, dos años después de mi nacimiento, la reacción de mi madre. El llanto incesante de mi hermanita la sacó de sus cabales y la estampó contra el muro desgraciándole el cuadril para toda la vida. Mi padre nos separó de ella porque decía que temía por nuestra seguridad. Nunca supimos de ella, ni siquiera se mencionaba su nombre en casa. Papá se hizo cargo de nosotras y no fuimos a la escuela, la educación la recibimos en casa como niñas aristócratas.

Inicialmente pretendí estudiar música, pero me casé muy joven, a los dieciocho años, y fui madre muy temprano. La mentalidad dominante, incluso entre artistas y gente de izquierda, era que la mujer estaba hecha para las labores domésticas y no para pensar y crear. Mi marido, el pintor José Hernández Delgadillo, no era la excepción y me prohibió andar ese camino. Pero mi sensibilidad artística iba a brotar por algún lado. Un día echó a perder un bastidor y eliminó la tela. La recogí de la basura y se me ocurrió fragmentarla para hacer pequeños cuadritos. Le pedí que me prestara algunos de sus pinceles y algo de pintura. Me miró escéptico y con cierta displicencia puso algunas frutas para que las dibujara. Continuó con sus actividades. “Ya”, le dije. “¿Ya qué?”, respondió. “Ya terminé de hacer lo que me encomendaste.” “No es posible, acabas de empezar. No es tan fácil como supones”, me insistía. Le traje mi cuadrito y no daba crédito. “Es como si hubieses pintado desde siempre”, me decía emocionado. “Entonces, ¿me prestas tus pinceles?” “No sólo te los presto, te los regalo.” Y me entregó un estuche con materiales de pintura.

Pintaba cuatro cuadros diarios, pero tuve que demorar mi ritmo de trabajo porque el embarazo de mi última hija era de alto riesgo; además, mi tipo de sangre es factor rh negativo. Me prohibieron hacer esfuerzos y tuve que permanecer los nueve meses en reposo. No supe en qué momento pasaron los ocho meses de inactividad cuando me advirtieron que podía morir la criatura o yo, o ambas. Fue entonces cuando tomé la decisión de dedicarme a pintar si sobrevivía. Pero ¿pintar qué? Todos los artistas tienen motivos. Metí unos papelitos con palabras en una bolsa y extraje uno. Contenía la palabra amor. Nació mi hija y ambas sobrevivimos. Le hicieron recambio sanguíneo completo y tuvo que permanecer en el hospital un tiempo considerable. A los pocos días del parto retomé los pinceles.

Un día vino a casa Rafael Anzures, gran artista, y sin darse cuenta pisó uno de los cuadros. “¿Quién lo pintó?” Interrogó. Mis hijos gritaron “mi mamá”. Me preguntó si tenía más, y los niños volvieron a gritar entusiasmados “tiene muchos”. Me pidió que le mostrara mi trabajo. “No, no puedo –le dije–. Tú eres un gran pintor, te admiro mucho.” Antes de que me negara de manera rotunda, los niños trajeron un montón de cuadritos. Él los revisó y comenzó a decir: aquí está el rumor de la noche, acá el perfume de la yerba, etcétera. Me dejó boquiabierta, descifraba lo que yo había pretendido expresar. Tiempo después regresó con el galerista Antonio Souza, muy elegante, muy serio. Estaba también Antonio Navarrete y mi marido. Cada pedacito de pintura debía colocarlo sobre la maderita y fijarlo con chinchetas. Sentía mucha vergüenza. Pasaron como treinta o cuarenta cuadritos y Rafael se puso de pie y vino hacia mí, “con su permiso –dijo y me besó emocionado las manos y la frente mientras se volvía hacia los otros–, tengo el gusto de presentarles a una gran artista mexicana”. Al año hice la primera exposición en la galería de Antonio Souza. Era 1962.

“…dejar de ser lo que no somos”

Tras el divorcio, lo primero que hice fue estudiar literatura con Juan José Arreola. Allí, con él, comencé a buscar los significados del negro, las lecturas que hablaran del tema, ya como color o como representación de mundos y situaciones diversas. Encontré casi nada. Fue entonces, en 1972, cuando se me presentó la oportunidad de viajar a Paris, a L’École des Beaux Arts. Mi objetivo era aprender a ver. Durante meses fui al Louvre, desde la mañana hasta la tarde. Un día comenzaba a deprimirme y vi un letrero que anunciaba una exposición de Robert Motherwell: Je t’aime. Hasta ese momento yo era figurativa; Motherwell me dio la señal de por dónde se podía transitar hacia lo que yo andaba buscando.

Me encerré en mi habitación y lloré por horas. Tenía la cara hinchada y me contemplé en el espejo. Recordé una frase de Ouspensky: “Para llegar a ser lo que verdaderamente somos, primero tenemos que dejar de ser lo que no somos.” Por eso el llanto, reconocía que había sido lo que no era ni deseaba en realidad. Desde ese momento mi obra era parte del pasado. Yo era otra. Estaba de nuevo en el principio, convencida de que mi búsqueda le pertenecía a mi país y tenía que regresar y desarrollar mi proyecto aquí.

Juan de la Cabada era muy amigo mío; de la nada inventaba historias, pero no las escribía. Yo quería que se pusiera a escribir y entre los dos decidimos rentar un departamento, él para hacer literatura y yo para pintar. Pasaban los días y él no escribía nada. Llegué incluso a encerrarlo con llave, pero no daba resultado. Luego de tres o cuatro horas sin haber redactado una línea, me decía harto de ver la pared “ya vámonos a comer”. Un día me compró unos cuadros por cinco mil pesos. No era mucho dinero, pero sí era significativo. Me fui a la zona industrial a buscar lona, después fui al campo a recoger rastrojo, yerbas, varas, piedras, todo lo que se relacionara con la tierra y me puse a trabajar. Terminé cincuenta cuadros de más de 2×2 metros. Esto fue en 1976.

En esa época me visitaba mucho Raquel Tibol. “Qué está haciendo Beatricita, que me diga Beatricita”, decía en tono de sorna. Me negaba a mostrarle mi trabajo. En un año realicé quinientos cuadros. Era una locura de productividad. Cuando concluí llamé a Raquel. Llevábamos vistos unos noventa cuadros cuando Raquel me abrazó. “Ay, mijita, tienes que parar, no sabes cuánto lo siento.” “¿De qué me hablas, Raquel? Explícate.” “Lo sé, te vas a suicidar, esta obra habla de tus deseos de morir. Es una obra de testamento que ni tú misma alcanzas a comprender.” No tenía la más mínima intención de morirme.

Al día siguiente me citó en Bellas Artes con Roberto Garibay. Él me había organizado una exposición en el Museo de San Carlos hacía algunos años. “Esta mujer tiene que exponer su obra porque su vida corre peligro”, le dijo. Garibay no entendía y me preguntó de qué se trataba. “De la tierra”, le dije. “¿De la tierra?, a ver a ver, explícate.” Le conté mi proyecto y antes de que él dijera algo, Raquel Tibol interrumpió imperativa: “Una exposición para ayer, ¿entiendes?” Garibay, muy tranquilo, prometió ver mi trabajo, pero de entrada me aseguró que la Sala Verde estaba disponible para una fecha determinada. Era 1977. Raquel me puso como condición hacer ella la museografía, la curaduría, presentar la exposición y que cambiara de tema. Yo lo daba por descontado, la Tierra había cumplido su ciclo. Juan de la Cabada escribió algún texto sobre mi obra, pero yo creo que se perdió.

Con el negro acepté una exigencia mayor: nunca poner un punto de color, y si lo hacía, desde ese momento, se terminaba nuestro pacto. Tras la primera serie sentí que se me había ido el negro, que me dejaba un vacío. Me vi en el espejo y me descubrí con la cara y las manos cubiertas de negro. Me dije: Beatriz, es que el negro eres tú. El negro no se va, no se ha ido, ha entrado en ti, eres su esencia. La obra del negro es infinita. México es el negro. Sentí ganas de gritar mi descubrimiento, salir a la calle y dar la noticia. Ya en la puerta me detuve. Tenía fama de loca y me iban a tachar de trastornada.

En 1978 gané el Premio Nacional de Arte, del Salón Nacional de Artes Plásticas. Habían concursado más de mil obras. Juan García Ponce, Alaide Foppa, Juan Acha, Bertha Taracena, habían sido parte del jurado. Optaron por mi obra: Serie 2, Negro no. 4. Algunos inconformes del grupo Peyote montaron en cólera y descolgaron mi cuadro para darle de patadas. Enrique Guzmán intentó destruirlo a golpes con un extinguidor. Raquel Tibol intervino y puso orden. Pensábamos que habían destruido el cuadro. Al ponerlo en vertical, cuál fue nuestra sorpresa, estaba intacto. Hasta ahora el cuadro luce impecable en el Museo de Arte Moderno.

Robert Rosemblum era artista, escritor y maestro. Conoció a Mark Rothko, Clyfford Still, William de Kooning, Pollock, Ad Reinhardt, Motherwell, a todos los miembros de la Escuela de Nueva York y a otros artistas que trataron de hacer el negro. Vino a El Colegio de México ese mismo año del escándalo y se alojó en la casa de Alberto Dalall, quien tenía un cuadro mío. Rosemblum se interesó por mi trabajo y quiso conocer mi obra. Yo tenía unos doscientos cuadros de negro. En 1979 decidí abandonar México, pues no cesaban las amenazas de muerte y de incendiar mi casa. Le llamé a Robert y le anuncié que viajaría a Nueva York con algunos cuadros. La obra se quedó varada en la aduana y Robert me ayudó a liberarla gracias a la intermediación de los Rockefeller, quienes me ofrecieron una galería por tres meses a condición de que ellos fueran los primeros en elegir los cuadros. Acepté, pero no compraron una sola obra. No obstante me dejaron la sala como habían prometido.

Ocho años más tarde me vi obligaba a regresar a México y a comenzar desde cero, sin casa, sin galerías, sin coleccionistas, sin un grupo de amistades. Renté una casa de mala muerte en el centro, en la calle Allende. Estaba en ruinas y muy sucia. Trabajé día y noche limpiándola, arreglándola hasta convertirla en un palacio. Me puse a trabajar y la primera exposición que hice fue en la Casa del Lago. No se vendió mucho, de hecho mi obra nunca ha sido muy socorrida por el mercado. Enrique Guerrero manejó mi obra durante unos cuatro o cinco años, luego me cambié a otra galería que se llama Labor y la dirige una mujer de nombre Pamela. Allí tengo unos trescientos cuadros.

Yo no fui parte de la Ruptura, yo sí rompí con todo. Me incluyen porque, como ellos, expuse en la Galería de Antonio Souza: Manuel Felguérez, José Luis Cuevas, el propio Tamayo, Gironella, Fernando García Ponce, que fue mi marido. Su hermano Juan fue uno de los primeros críticos que escribió sobre mi obra. Fernando me admiraba, pero los hombres son hombres, no admiten que una mujer esté a su nivel o los supere. Fernando me insistía y me decía: “Si Tapies, que es Tapies, no ha podido hacer el negro, ¿crees que tú sí?” Me sonreía y le decía: “Pues claro que puedo, yo sí.”

Cuando me separé de mi primer esposo, su familia se opuso a que yo estuviera con mis hijos; me los quitaron. Fue una situación muy violenta. Inicié un pleito que se llevó años. Cuando gané la patria potestad y la familia de mi exmarido y él mismo corrían el riesgo de ir a la cárcel, me desistí y pedí que no se ejecutara la acción penal. ¿Cómo iba a explicarles a mis hijos que yo había mandado a la cárcel a su padre y sus hermanas, a su abuela? Los niños se fueron con su padre y yo ya no me opuse. Aún tienen una imagen idealizada de él y yo lo celebro. Por el contrario, no sé si entienden mi obra, su trascendencia. Mucha gente piensa que soy una mujer con demencia senil, que estoy desahuciada, que no pienso con claridad; están equivocados, trabajo todos los días con la ambición de conocimiento y de búsqueda. Aún pago el precio de la libertad, del amor por el arte, del amor por mis hijos, del amor por el negro.

 

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