Celos y cuerpos liberados: Catherine Millet, la nueva Lady Chatterley
Eve Gil
La elegancia de Catherine M. se debe menos a la marca de sus prendas que a la soltura propia de los cuerpos liberados. Cuando publicó su autobiografía La vida sexual de Catherine M., muchos creyeron que se trataba de una broma kantiana, pero no: Catherine M., la prudente, la discreta, abrió de golpe el telón de su tumultuosa intimidad y escandalizó al mundo.
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Nacida el 1 de abril de 1948 en Bois Colombes, Francia, Catherine M., reacia a escotes y a estornudos estruendosos, pertenece a la primera generación de mujeres sexualmente emancipadas en Europa, las que conocieron la píldora anticonceptiva perfeccionada y no requerían comprometerse emocionalmente para acostarse con alguien. Ya casada con el poeta, novelista y fotógrafo Jacques Henric (1938), optó por narrar al detalle su vida sexual, es decir: su vida, con objetividad entomológica, cancelando toda euforia estética ante su objeto de contemplación. Apabulla con una inteligencia desbordante y una prosa precisa y, no obstante, poética, con todo y la frialdad con que aborda detalles escabrosos. En la contraportada de Celos se lee una afirmación para nada exagerada: “¿Qué pasaría si Montaigne o Rousseau hubieran sido libertinos y mujeres? ¿Habrían sido las Catherine Millet de su tiempo?” A veinte años de aquel controvertido debut, Millet responde dicha comparación a través de un apasionado ensayo sobre D.H. Lawrence, Amar a Lawrence: se siente mucho más cercana a las heroínas del autor inglés y al propio Lawrence.
El erotismo y la obscenidad de Catherine
La vida sexual de Catherine M., es un libro profundamente obsceno… y la obscenidad, reflexioné tras leerlo, sin acudir a una fuente secundaria que sustentara mi “teoría”, es el intermediario que nadie cree que exista entre erotismo y pornografía, porque el erotismo, al igual que la pornografía, puede ser obsceno, y la obscenidad no necesariamente tiene que ser vulgar, como el propio Lawrence manifestó. Catherine M. tiene la elegancia de Sade. Me refiero concretamente al estilo, no al contenido: ella no concibe el sufrimiento. No infringirlo, al menos. En Amar a Lawrence, de hecho, crea una clara división entre Sade y Bataille y David Herbert: los personajes de aquellos son outsiders de la normatividad sexual, regidos por la depravación, mientras que los del autor británico no ven nada malvado en el sexo. La llaneza de Millet para referir los resquicios del cuerpo, sin embargo, es sadiana, aunque el que todos esos términos –verga, coño, mierda– provengan de una voz femenina pareciera exacerbar la percepción de obscenidad. Esta mujer desmitifica, de una vez por todas, la creencia generalizada de que La Mujer, en tanto género, necesariamente involucra los sentimientos con la sexualidad. Contradice también el argumento más habitual de las feministas conservadoras para satanizar la pornografía: imposible que una mujer practique una sexualidad animal, instintiva.
Catherine desciende a lo más profundo de su pasado, origen de todo trauma: la infancia. Nada extraordinario, pareciera decirnos Catherine. Ni mi nombre escapa de lo corriente: Catherine, promiscuamente extendido entre francesas e inglesas nacidas en la postguerra, acaso por honrar a una santa de especial popularidad por entonces. Porque, ¡claro!, nació en el seno de una familia católica y más bien pobre. Cinco miembros deambulando por aquel diminuto apartamento. No fueron más porque los padres resolvieron dormir en camas separadas, lo cual no significa que el padre optara por una vida casta, como tampoco su madre, a quien la joven sorprendió en pleno escarceo con un “amigo”. Catherine, la más pequeña y única mujer, tuvo que compartir la cama con ésta. La absoluta ausencia de intimidad, señala, marcaría su vida. Fue una niñita ejemplar, que incluso alimentó ideales piadosos… hasta que descubrió lo excitante de aguardar a que su madre cayera rendida para entregarse al recreo descubierto entre sus muslos: “Quizá la obligación de excitarme con imágenes mentales más que con caricias explícitas propiciara el desarrollo de mi imaginación.” No obstante, en Amar a Lawrence dicha versión varía. Su madre llega a advertir sus estremecimientos y la llama “viciosa”. Perdería la virginidad a una edad bastante promedio: dieciocho. Lo extraordinario comienza cuando decide huir de casa y, a manera de bautismo de su libertad conquistada, se acuesta con un amiguito libertino que no llega a novio, aunque en Celos reconoce que con Claude fue más importante de lo que parecía; que a su lado conoció algo más que el arte, la libertad y el sexo. Conoció la violencia… y los celos, aunque no se atreva a nombrarlos. Al instante de escribir este testimonio, ya en su madurez, Catherine asume que la violencia de Claude contra ella, que llegó a ser física, tenía que ver con un sentimiento de celos no reconocido por ninguno de los dos. Los celos no podían tener cabida en una relación “civilizada” y “moderna”.
Los Celos y el pudor de Catherine.
Pudorosa –aunque “mi pudor está en otra parte”–, necesitaba confundirse entre la multitud para ejercer su sexualidad: perderse, despersonalizarse, cosificarse. No siempre es deseo lo que la empuja al pulpo humano –los muchos brazos… las muchas manos cuya procedencia poco importan–; el deseo casi nunca tiene que ver con sus impulsos sino con el de otros, cosa que relaciona con una postura democrática y/o pródiga, más cercana a la santidad que a la lujuria. La auténtica excitación, por lo general, la lleva más a estar consigo misma. Es entonces que se entrega a su voraz imaginación, la cual toma, de aquí y de allá, visiones y sensaciones recogidas de la intensa actividad sexual compartida con otros y otras –aunque hacerlo con mujeres no le entusiasma gran cosa–; avivada por una asombrosa capacidad de observación que ha hecho de ella una de las más prestigiadas críticas de arte en Europa… don que le permite describir con sorprendente belleza y nitidez lo que alguien menos curioso y sensible narraría de manera burda: “La cama estaba colocada cerca de un ventanal, y unos rótulos arrojaban sobre él reflejos amarillos, a lo Hopper.” A decir de la propia Catherine, uno de los aspectos más emocionantes de llevar una vida promiscua es despertarse cada día en un lugar distinto que presenta aspectos arquitectónicos diversos.
Cuando Jacques ingresa intempestivamente en su vida, ella ya está al frente de Art Press y ha obtenido parte de su prestigio actual. Es una mujer en sus treinta que se desarrolla con gran profesionalismo y mantiene apartadas su vida íntima y su trabajo. Unos errores detectados por él en una guía de fotografías de unos poemas de su autoría, próximos a publicarse en el mensuario, lleva a la directora a solicitar su presencia en la oficina. Juntos realizan la revisión del material sin siquiera rozarse. Muy educadamente, Jacques la invita a salir y Catherine, que no ha desarrollado gran habilidad para comunicarse con palabras –el lenguaje corporal es lo que predomina– acepta sin más expectativa que la de disfrutar la charla erudita del escritor. Ya entrados en confianza, él le pregunta si sostiene alguna relación amorosa, a lo que ella responderá, con inocencia, que mantiene relaciones “con una cantidad de gente”, a lo que el escritor responderá, desconcertándola más que ella a él: “Es raro escuchar a la mujer de la que uno se empieza a enamorar que se acuesta con una cantidad de gente.”
Este hombre pronto se convertirá en su primera “pareja oficial”, por llamarlo de algún modo. Y Catherine revela, no sin azoro, que pese a que Jacques no es exactamente mojigato, comparten un rechazo visceral a presenciar sus actos sexuales con terceras personas. Ella es lo bastante precavida para nombrarlo “amor”. En cambio, la palabra “celos” sale a relucir una y otra vez, reemplazando a aquella. Casi es posible escuchar la entonación perpleja con que Catherine la enuncia: “La habitación común, el lecho ‘conyugal’, representa una prohibición absoluta.” Sí, Catherine M. tiene tabúes. Ella y Jacques tienen una vida sexual externa a su relación de pareja, la cual mantienen encristalada, sagrada… al margen de “lo otro”. Vive con Jacques sus mejores experiencias estéticas, que involucran, claro, el sexo. El álbum-libro de la autoría de Henric, Légendes de Catherine Millet, además de exponer sus teorías respecto a la exhibición del cuerpo, presenta fotos de la propia Catherine, tomadas por él mismo, donde ella expone en su esplendor un cuerpo que nada tiene de espectacular como no sean el amor y la admiración del hombre detrás del lente.
Catherine narra en Celos la crisis por la que atravesó su matrimonio cuando tuvo la ocurrencia de abrir el diario de su esposo –que, por otro lado, no tuvo la precaución de dejarlo fuera de su alcance– y descubrió las fotografías de una mujer que debía ser la misma sobre la que se escribía. Celos se convierte, pues, en una narración detectivesca a la par de intimista en donde la narradora hurga desesperadamente en su psique, en sus emociones, en sus recuerdos y va extrayendo toda clase de descubrimientos sobre ella misma y el hombre que ama. Las otras mujeres en la vida de Jacques no habían tenido rostro, ni nombre. Eso diferencia a Blandine de las demás. Catherine M. experimenta unos celos obscenos como una masa sudorosa y jadeante. “He visto trabajar a arqueólogos. Con la ayuda de unos cordeles cuadriculan el terreno en unidades de menos de un metro de lado, y cada uno rasca su cuadrado con una cuchara. No se les escapa un residuo de cerámica del tamaño de una uña. Así trabajé yo en el espacio habitado por Jacques.”
Así como fue capaz de reflexionar objetivamente sobre su sexualidad, escrutándose sin tapujos, ahonda en su propio dolor con esa mirada casi científica; saliéndose de su cuerpo para convertirse espectadora, llegando a conmover por la detallada descripción de su sufrimiento silencioso. Si Lawrence hubiera atendido más los celos, su obra sería definitivamente más redonda, más carnal. En todo caso, Catherine se refleja en las mujeres recreadas por el gran autor inglés, “…mujeres sacrificadas no en beneficio de la familia ni en el altar de las convenciones sociales, sino deliberadamente sacrificadas a la elevada imagen que imaginaban de sí mismas.