Dos cuentos

Dos cuentos

Laura Linares Palacios

En cuanto el cielo se oscurece y comienza a gotear, los truenos redoblan entre las nubes y la luminiscencia de los rayos descubre a los fantasmas en harapos que erran por las calles y duermen sobre el asfalto.

Luego, el viento, con su voz de barítono, advierte: “La tormenta cubrirá de hielo la ciudad.” Al escucharlo, Deo, el portero del edificio color ladrillo, se preocupa. Olvidó, al alba, antes de partir al trabajo, colocar las latas vacías bajo las goteras en su casa. Ahora todo se mojará.

A la hora de la salida de Deo, cuando los habitantes del edificio ya están refugiados y beben chocolate, comienza la granizada. Camino al tren, a pesar de su lánguido paraguas, el portero se empapa; sus huesos quedan ateridos y las esferas de hielo que no dejan de caer le agreden el rostro, la cabeza, las manos…

El tren, luego de una larga demora por la tormenta, llega con los vagones abarrotados. Deo, como puede, se hace lugar en uno de ellos y todo apretujado emprende el regreso. Debido al cansancio y al murmullo, al portero se le cierran los ojos de cuando en cuando. Lo único que anhela ya es encontrar a Ili, su gato, acurrucado en algún rincón de casa; sus exhalaciones, sobre todo en los malos tiempos, siempre caldean la atmósfera.

Al fin, Deo llega a la esquina donde debe esperar el camión. Mientras contempla las titilaciones de la ciudad ataviada de plata y le castañetean los dientes, el portero se pregunta qué estarán haciendo los moradores del edificio color ladrillo. Imagina que algunos leen con placidez; a otros los fantasea en contemplación de la lluvia, envueltos en cálidas mantas o abrigados por sus ensoñaciones. Maldice
su suerte.

Exhausto, Deo llega a su morada. Como lo había previsto, el agua se trasminó a través de las goteras. Profundas charcas se extienden en el suelo, el sofá está anegado y la cama también. Además, Ili no está; esta vez sus espiraciones no entibiarán el aire. El portero, después de quitarse la húmeda ropa, se sienta en una silla y se cubre con una frazada medio seca. Después activa el despertador; apenas le quedan unas horas para dormir.

 

Las tejedoras

Los días de Toti están salpicados de melancolía desde que Sole partió. Pasa las horas mirando al vacío y a veces hasta solloza.

Pero una mañana en que la lluvia danza gozosa en las ventanas y la diminuta terraza, ella comienza a anhelar volver a ser alegre y saltarina como las gotas. Este deseo permanece en su espíritu algunos días más, pero no sabe cómo deshacerse de la melancolía. Primero la mete adentro de los zapatos, pero la melancolía se sale y comienza a perseguirla. Entonces la atrapa en el quinqué; rompe el cristal. Luego, ata la tristeza con una cuerda a la rama más alta del naranjo, pero aquélla regresa. Por último, intenta dársela de comer a su gato. El felino, enfadado, muerde a Toti y se aleja.

Agotada, se sienta a la mesa. Mientras bebe té, medita y medita hasta dar con una posible solución: “Envolveré la tristeza en telarañas.”

Al otro día, Toti dedica la mañana a reunir todas las telarañas que encuentra por las callejuelas, no sin librar disputas con una que otra araña. Cuando tiene suficientes telas, regresa a su departamento.

Ahí, sin perder tiempo, lía su melancolía. La telaraña hace lo suyo. Toti empieza a estar tranquila.

 

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