Poetas como son (una variación sobre ideas que no son mías)
Hermann Bellinghausen
Hay quienes buscan la textura en el grano de la forma. Esculcan como joyeros en los diccionarios, convencidos de que en las palabras está lo real y la vida puede esperar en un jardín de rosas y gladiolas. No hay metro que desconozcan ni rima que no hayan comprado, alquilado o vendido. Cultivan el arte de la memoria, de la cita exacta, le mot juste. Observan atentamente las nubes, las torres antiguas de las iglesias, los árboles sin nombre, sólo “árboles” en los parques, la luna, el sol, los pájaros de nombre enciclopédico. Cultivan lo exótico y lo clásico, siempre y cuando sea refinado. Celebran la materia, no lo que pase con ella. No improvisan, les gustan las partituras, las sílabas, las cuatro pedradas de un soneto, las décimas diseminadas, los endecasílabos, el aforismo estático. Su invención es adicta a la memoria. La política es un inconveniente que ocultan en su currículum. No son grandes nadadores pero flotan satisfactoriamente. El que no erotómano es relojero, el que no electricista de los colores, gatopardo de lente oscuro, compadre de algún mecenas, agente de su propia sombra.
Agradecen con palabras sonoras y vanas el sabor metálico de las medallas, la suavidad acolchonada de los asientos en las academias de artes y letras. La pulcritud los acompaña y los mima, agradecida. Incomodan al peladaje pero evitan tenerlo encima. Sus dibujos parecen fotografías y su escritura agua bendita. Dibujan con versos el universo comprimido desde alguna periferia o un siglo de oro, o dos, o tres. Su amor por las palabras los vuelve ávidos de idiomas. Suelen por ello ser solventes traductores si se lo proponen o lo necesitan para comer. De por sí bucean en diccionarios y tratados de métrica, gramática o etimología. Más filólogos que filosos, cuando polemizan son arrogantes y desdeñosos para no perder aun si pierden. Sus anhelos están en el mármol, no en las páginas de los periódicos. Aprendieron de los faraones, emperadores y reyes de la Antigüedad que sólo la piedra sobrevive a las edades. De ahí su sonrisa cuando ven palabras suyas o su nombre grabados en bronce. Aman la tradición, se erigen en sus jardineros y guardianes, hacen seguro que su nombre quede asociado a la bibliografía sobre sus ídolos.
Los más afortunados, tenaces y conspicuos dejan obra duradera en archivos, bibliotecas y fondos sepulcrales. Saben que los sobrevivirán sus medallas, y eso los tranquiliza. Asoman al balcón, respiran un aire de lavandas, como un ciego su bastón cogen la pluma y se garantizan un lugar en el panteón de las musas dormidas.
Otros hay que se descocan bajo cláusulas diferentes. Asumen el desaliño y no se bañan mucho, su vanidad menesterosa los pone ebrios, les impide dormir, sueñan sus pesadillas con los ojos abiertos. La forma les viene guanga y al contenido le ahorran tiempo. Adulan la fugacidad del graffiti en las calles y la mierda en los muros de los manicomios. Roban libros de las bibliotecas y les tienen prohibido entrar a las grandes librerías. Si declaman aúllan y reclaman. Incomodan al burgués, al discreto, al indiferente, al pobre diablo y al muy muy, son amigos de quienes prostituyen la carne pero detestan a quienes prostituyen su espíritu, viven pobremente y son famosos en lugares infames. Escupen sobre sus propios libros, arrancan las páginas de los diccionarios después de leerlas. Las de enciclopedias y obras completas de los muertos las usan para envolver mollejas de pollo.
Cuando suben al sexto piso dejan oliendo mal las escaleras, y tras ellos rueda una lata vacía de cerveza. Se ríen de todos y de todas. Sean machos o hembras se revuelcan en las mismas sábanas y lo que fuman lo comparten a manos llenas. No conocen la envidia pero sí el resentimiento. No esperan bronce ni mármol pero desprecian a quienes los tienen. Inoportunos cuando lúcidos y también cuando desbarran, sus familias los ven con vergüenza y los vecinos con sagrado temor, como a epilépticos de pueblo. Disfrutan a los malditos, los emulan ingeniosamente con toques de humor y autoescarnio, resultando más simpáticos de lo que parecían.
La contracultura es su nicho pero la desnichan a su antojo, le prenden fuego, la olvidan en un asiento del Metro, un autobús o una cantina. Sus obras nunca serán completas. Si se descontrolan caen en las garras de psiquiatras y cirujanos carniceros. Se desintoxican para volver a intoxicarse de poesía y de lo que haya, hacen el amor con furia, masturban y les masturban. Los mejores son descubiertos póstumamente, sin saberse a ciencia cierta dónde quedaron sus huesos. Su rastro físico se pierde en el Forense pero escribieron y garrapatearon con las uñas, y eso a veces deja huellas en los ladrillos, el estuco, el yeso y la piedra. Amaron como nadie, sufrieron como pocos, desperdiciaron el tiempo para ser recordados y admirados por las revoluciones futuras. En vano quisieron que su vida fuera en vano. Perduran más allá del basurero.