Francisco Pérez de Antón, es autor de una obra que explora distintas facetas de la muerte.

Francisco Pérez de Antón, entre la cuna y la tumba

Alejandro García Abreu

Francisco Pérez de Antón –escritor nacido en Oviedo en 1940 y nacionalizado guatemalteco desde 1965– es autor de una obra prolífica que explora distintas facetas de la muerte. Este ensayo constata la presencia de las tumbas en sus libros.

La muerte reina en la obra de Francisco Pérez de Antón, residente en Guatemala desde 1963. Es miembro de número de la Academia Guatemalteca de la Lengua y de la Academia de Geografía e Historia de Guatemala. Ganó el Premio Nacional de Periodismo 2005 y el Premio Nacional de Literatura Miguel Ángel Asturias 2011.

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Hallazgos

El lector encuentra múltiples tumbas en la obra del escritor guatemalteco Francisco Pérez de Antón. En la colección de relatos titulada Hombre adentro (Alfaguara, Ciudad de México, 2007), discurre sobre la muerte como “un hallazgo tan sorprendente como en su día lo fue la tumba de Tutankamen.” Con potencia aforística escribe: “Entre la cuna y la tumba, un pesado catálogo de experiencias va marcando las edades del hombre.” Hombre adentro trae a la memoria una película. De fracasos y derrotas surgió una banda sonora delicada. Esplenden el lirismo y la sensibilidad de Clint Eastwood en la última escena del filme, cuando el protagonista visita la tumba de su esposa muerta.

Desde la portada de La corrupción de un presidente sin tacha (Alfaguara, Ciudad de México, 2019), Pérez de Antón constata su pasión por las tumbas: ostenta El beso de la muerte, escultura de Jaume Barba en una tumba del cementerio de Poblenou, Barcelona. En La corrupción de un presidente sin tacha utiliza la tumba como metáfora: “Y como lo que no se renueva, muere, así le vino a ocurrir al ferrocarril de Guatemala. Perdió el paso del progreso y de la historia y se convirtió en una estatua de sal. Y su tumba, su cementerio, es ése que acabo de mostrarles.” Y recurre a un antiguo adagio: “Quien como usted busca venganza, debe cavar siempre dos tumbas.”

El fin

Tras la descripción de las calles llenas de dolor en las cuales es perceptible la tristeza y la evocación de una lápida con la figura de Ícaro precipitándose en tierra en Callejón de Dolores (Alfaguara, Ciudad de México, 2012), se derraman lágrimas y se pronuncian oraciones fúnebres. Posteriormente el féretro de un aeronauta desciende a la tumba:

–Aquel que fuera triunfador del aire –declama uno de los oradores–, que dominó el espacio, que jugó con la brisa, que supo del lenguaje de los pájaros e interpretó su vuelo, que dialogó con las nubes y enamoró a las estrellas, hubo de caer fatalmente como un héroe de la Ilíada. Alguien ha dicho que los muertos jóvenes son los bien amados de los dioses, porque la implacable segadora, como el tirano de la antigua Roma, gusta de abatir en el prado de la vida las más elevadas amapolas.

En Los hijos del incienso y de la pólvora (Alfaguara, Ciudad de México, 2009) recuerda una tumba anónima en el cementerio de Antigua en cuya lápida, “erosionada por la lluvia y el viento”, podía leerse el siguiente epitafio: “Esta muda ceniza, aun sin vida,/ no dejará de amarte y esperarte/ hasta el fin de las horas y los días.”

La amapola de Westminster (Alfaguara, Ciudad de México, 2016) incluye el siguiente pasaje: “Perdido en aquel inframundo maloliente, sólo alcanzaba a ver una tumba abierta en Smithfield y mi cuerpo arrojado como un saco en su interior, con una capa de cal y, sobre mí, todo el peso de la tierra. Examinaba mi corta vida…”

El escritor recuerda en El sueño de los justos (Alfaguara, Ciudad de México, 2011) la frase que Molière ordenó inscribir en su tumba: “Aquí yace el rey de los actores. Ahora hace de muerto y, en verdad, que lo hace muy bien.” Los mecanismos de la memoria, la angustia, la condición de un hombre despedazado y Meditaciones de Marco Aurelio (121-181) –el emperador y filósofo romano– son los ejes de El sueño de los justos:

Y no puede soslayarla evocando, para compensar, algunas de sus mejores horas. La memoria canalla es tozuda y no se deja desplazar por la noble. Moriré un día, se dice, recordando todo lo que he hecho mal en la vida y sin haber podido valorar lo que hice bien, si es que alguna vez hice algo bueno./ Néstor escucha la noche. Quiere distraerse con los ruidos de la madrugada. Mas la madrugada calla. Extrae un libro de un anaquel. Son las Meditaciones de Marco Aurelio. Se sienta en la cama, lo abre al azar y lee: eres un alma que sostiene un cadáver./ –Es al revés –murmura–. Eres un cadáver incapaz de sostener tu alma.

No puedo sino pensar que la vigésimo octava meditación de Marco Aurelio, uno de los más importantes pensadores de la filosofía estoica, perteneciente al Libro VI, rige la obra de Francisco Pérez de Antón: “La muerte es el reposo en que cesan las impresiones que nos transmiten los sentidos, las agitaciones instintivas que nos mueven como títeres, las divagaciones de los pensamientos discursivos, los cuidados que se dan al cuerpo.” Marco Aurelio, de manera exquisita, ostenta siempre el final.

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