La obra de T.S. Eliot (1888-1965) ejerció una poderosa influencia en la poesía mexicana del siglo pasado

T.S. Eliot para principiantes

Evodio Escalante

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I

Con rebumbio y champán se celebra este año el centenario de algunas de las (insuperables) piezas maestras de la vanguardia: el Ulises de James Joyce, Trilce de César Vallejo y La tierra baldía de T.S. Eliot, este último quizás el poeta de lengua inglesa que más impacto ha tenido en los escritores de nuestro país. En lo que se refiere a Eliot, a medio mundo le gusta creer que empieza a ser conocido entre nosotros gracias al enorme éxito de La tierra baldía (1922), que algunos años después Enrique Munguía dará a conocer en español al publicar una versión en prosa de dicho poema en la revista Contemporáneos. Esta traducción aparecerá en el verano de 1930 con el título (que nadie más ha vuelto a emplear) de “El páramo”. El carácter inaugural de esta publicación parece confirmarlo, casi seis décadas después, el texto de agradecimiento que Octavio Paz escribió al recibir en 1988 el Premio T.S. Eliot concedido por la Fundación Ingersoll, en Chicago. Ahí relata Paz la profunda impresión que le habría producido leer, cuando todavía era un adolescente, la traducción de Munguía en la canónica revista del llamado “grupo sin grupo”.

Pero, podría uno preguntarse, ¿de verdad fueron los Contemporáneos los primeros en prestar atención a Eliot? Lo cierto es que el escritor estadunidense, luego nacionalizado inglés, habría empezado su carrera como poeta de vanguardia con un primer gong de resonancias inolvidables, cuando, unos pocos años antes, había conseguido que la revista Poetry le publicara en Estados Unidos La canción de amor de J. Alfred Prufrock (1915). Quienes leyeron este texto, tendrían que haber quedado electrizados. Su impresionante arranque marca una línea de demarcación en la historia de la poesía lírica. Con un gesto decadente, que traduce un disgusto generacional y de época, el poema sonsaca, en la traducción que le debemos a Rodolfo Usigli: “Vayámonos pues, tú y yo,/ cuando la tarde se haya tendido contra el cielo/ como un paciente eterizado sobre una mesa.”1

Por razones de simple cronología, me pregunto, ¿no estaban llamados los “ateneístas” –cobijados bajo el magisterio de Pedro Henríquez Ureña– a ser los primeros en sacar provecho de la lectura de Eliot? Un célebre texto de Julio Torri, “Circe”, que a su vez reelabora un conocido pasaje de Homero, convierte en verosímil esta conjetura. En su sección medular, el texto señala: “¡Circe, diosa venerable! He seguido puntualmente tus avisos […] ¡Circe, noble diosa de los hermosos cabellos! Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí.” (Ensayos y poemas, 1917). Siempre me admiró la salida ingeniosa de Torri al asunto del “canto de las sirenas”. Sin embargo, esta admiración se cae al suelo cuando advertimos que Torri no hizo sino “calcar” con variaciones insignificantes unos versos que se encuentran en un texto que él debió conocer: La canción de amor de J. Alfred Prufrock. En ese lugar, en efecto, el joven Eliot había escrito dos años antes: “He oído a las sirenas cantándose una a otra/ No creo que canten para mí.” ¡La ironía, y la decepción, por lo que se ve, son de Eliot y no de Torri!

II

Un poema extraño de asociaciones decadentes que publicó el joven Octavio Paz en la revista Barandal, y que de algún modo “escondió” pues nunca incluyó en libro sino muchos años después, cuando en ocasión de habérsele concedido el Premio Nobel de Literatura, una editorial española se hizo cargo de recogerlo en sus Obras completas, me refiero a “Nocturno de la ciudad abandonada” (1931), hace pensar que el primer poema de Eliot que realmente dejó huellas en su escritura no es, en contra de lo que él mismo declara en el texto que mencioné antes, La tierra baldía, sino, como ya se sospecha, La canción de amor de J. Alfred Prufrock.

Cierto: el del joven Paz es un poema oscuro y amargo, que aporta una imagen desconcertante y poco usual de Ciudad de México. Contra el triunfalismo de la Revolución y contra el optimismo de los urbanistas, el joven Paz lo que ve es una ciudad sin voz, que ha perdido su identidad, en la que lo que predomina no son las nuevas construcciones del siglo sino las ruinas y las piedras que testifican la existencia de una cultura que ha sido aplastada por los vencedores, razón por la cual se habrían evaporado la magia y el sentido de lo sagrado que todavía tenían un lugar en la tierra. Por eso leemos en su texto, siempre desencantado: “Esta es la ciudad de la Desesperanza.// Los enormes templos derruidos,/ las columnas ya rotas, aplastando/ serpientes y dioses labrados.// Y los grandes vientos heroicos/ que agotaron la bandera del Sol,/ arrodillados, inmóviles.”

Lo que Paz pone sobre el escenario es una catástrofe histórica de proporciones enormes: “Las fórmulas y los conjuros,/ impronunciables, borrados de las piedras.// Y los números mágicos exhaustos/ perdido todo poder y toda fuerza.”

A esta ciudad le viene bien el escalofriante verso patíbulo del Tiempo, con el que el joven adolescente la califica¿La historia ha sido suspendida y cancelada? Así parece. Por ello insiste Paz en el sesgo trágico: “Y nadie vive, porque jamás nadie tuvo deseo./ (La eternidad es un minuto.)”

Uno de los estudiosos de la obra de Paz, Anthony Stanton, sin duda sorprendido por la radicalidad de esta visión oscura, que se clava en el cuerpo como una flecha de obsidiana, reconoce: “Es difícil precisar las fuentes de esta nueva voz sombría.”2 Estimo que tiene razón: ni modo de atribuirlo a la influencia del poeta “solar” Carlos Pellicer, o quizás a la de Maples Arce que había publicado en 1924 su Urbe. Super-poema bolchevique en 5 cantos, testimonio de uno de los primeros desfiles obreros que hubo en la capital. Empero, quizás no hay que ir muy lejos para encontrar la respuesta que busca Stanton. La fuente de esta visión oscura tendría que ser el poema de Eliot al que me vengo refiriendo. Para empezar, el título mismo es engañoso: no hay nada “amoroso” en el texto, sino más bien un paisaje desolado que todo lo abarca, incluido el envejecimiento de su protagonista y el progresivo desgaste que experimenta la ciudad en la que éste habita. Se trata de un título irónico. Por lo demás, abundan las frases que implican resonancias lúgubres que rozan con lo siniestro: “calles semidesiertas”, “murmurantes asilos”, “hoteles baratos de una noche”, el “humo amarillo” que frota su hocico contra las vidrieras, los “canales en desagüe”, “el hollín que cae de las chimeneas”. Sin olvidar, a fin de cuentas, el poderoso impacto de lo que no se espera: la descripción del atardecer como equivalente al cuerpo anestesiado de un personaje que yace sobre una mesa de operaciones, listo para recibir las cuchilladas del bisturí. Sin duda, un golpe de genio.

III

Empero, donde Julio Torri se limitaba a “calcar”, el joven Paz edita y reelabora. En lugar de abrir su “Nocturno de la ciudad abandonada” con una imagen espectacular, como hace Eliot, reserva esta impresión para las líneas finales de su texto, y no evoca el lánguido atardecer sino, al contrario, un amanecer gélido; en lugar de referir la figura de un paciente anestesiado, que escoge Eliot, nos hace ver un cadáver blanco que cuelga de una estrella, con lo que corona el carácter fúnebre y un poco siniestro de su composición.

Transcribo, para mostrarlo, los últimos cinco versos del poema de Paz: “Y el Alba es el cadáver blanco/ De una mujer ahorcada, colgando,/ Inmóvil, del clavo de una estrella.// …la Angustia, desesperada, se suicida./ ¿Cuándo veremos de nuevo el Sol?”3

Estimo que hay razones para considerar que este texto de 1931 acusa de modo indubitable el efecto que tuvo en el Paz adolescente la lectura de La canción de amor de J. Alfred Prufrock de Eliot. Al calor de esta evidencia, y más allá de la admiración que siempre dijo tener Paz por el poeta surrealista André Breton, habría que observar que varios de los mejores textos de Paz revelan una sintomática cercanía con algún texto anterior del propio Eliot. Eliot hace las veces de la figura tutelar que ha de acompañar al poeta mexicano desde los días de su adolescencia hasta los años de su radiante madurez. “Entre la piedra y la flor” (1941), por ejemplo, un magnífico poema de protesta, lo reconoce el propio Paz, está “inspirado” en la lectura de Eliot. En mi libro Las sendas perdidas de Octavio Paz (2013) observé que un poema como “Himno entre ruinas” (1949) sería impensable sin el antecedente de “Los hombres huecos” (1925), también de Eliot, texto con el que dialoga de distintas maneras. Por último, y para no hacer largo el recuento, Pasado en claro (1975), por su parte, revela desde su inicio mismo la presencia maestra del Eliot de madurez, el de esa obra superior llamada a perdurar que se conoce bajo el nombre de Cuatro cuartetos (1944).

Notas

1. Rodolfo Usigli, Conversación desesperada. Selección de Antonio Deltoro. México, Seix Barral, 2000. p. 56

2. Anthony Stanton, Las primeras voces del poeta Octavio Paz (1931-1938). México, CONACULTA-Ediciones sin Nombre, 2001, p. 40

3 Octavio Paz, “Nocturno de la ciudad abandonada”, en Octavio Paz, Obras completas VIII, Miscelánea. Primeros escritos y entrevistas. México, Fondo de Cultura Económica, 2014, pp. 34-36

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