Bolas, bolillos, bollos y trapos. Eso llevábamos a las ladrilleras en Naucalpan. Nos llamábamos Juventus.

A patadas en las ladrilleras

Hermann Bellinghausen

Bolas, bolillos, bollos y trapos. Eso llevábamos a las ladrilleras en Naucalpan donde prestaban las canchas para el torneo llanero en que habíamos inscrito al equipo. Nos llamábamos Juventus. En serio.

Llegábamos los fines de semana en un camioncito que alquilábamos, nos calzábamos los tacos y nos medíamos con quien tocara en el calendario. La mayoría estaban más grandes que nosotros y se nos dificultaba ganarles, pero lo hacíamos con mayor frecuencia de la esperada.

Grandes, la canchas. Medidas de estadio. Una tras otra, separadas por un par de metros. Pura tierra. Y en tiempo de lluvias, lodazales y charcos. En correr se iba la vida. Recuerdo jugar bien en el lodo, lo que me daba una ventaja que en cancha seca no tenía. ¿Mi posición? Medio izquierdo, a veces ala, como se decía entonces. No era zurdo pero mi chueca tenía cierta precisión, no tanto fuerza. (También en beis bateaba zurdo).

Alrededor, los hornos de ladrillos. Un paisaje rojizo, árido, humeante. Las casuchas de los ladrilleros y sus familias. Nuestro público eran los niños pobres. Quizás les hacíamos el domingo. O sábado, no me acuerdo.

Como era talla chica, jugando me pegaban duro y seguido. En las espinillas, apenas se conocían las espinilleras. Me metían la pata. Mis tobillos eran frágiles, todo el tiempo los traía vendados. Aprendí a brincar las rodillas y los tacos de los rivales con sed de sangre. Me tumbaban con frecuencia, así que aprendí a evitar el choque. Y a caer. Por entonces corría bien. En atletismo hacía 400 y 800 planos, alguna vez fui finalista.

Los balones eran usados, de cuero, si llovía y el agua los ponía pesados, chutar equivalía a patear piedras. En esas condiciones las sutilezas de juego escaseaban, los goles había que meterlos de cerca.

Tuve compañeros virtuosos, Vargas, Tolentino. Mi privilegio fue jugar con ellos. Con Vargas siempre estuve en el mismo equipo, desde niños. Un día, ya en preparatoria, dominó mil y una bolas y tan tranquilo durante una clase que nos habíamos volado. Era nuestro goleador. Como el requinto de una banda de rock. Pero cuate, chistoso, poco mamón.

Las llanuras de las ladrilleras, allá donde la ciudad se esfumaba, proporcionaban un insuperable campo de batalla. Hasta con tolvaneras para enceguecer a los equipos. Podía ser épico o espantoso. Rodeados de pilas y más pilas de tabique rojo, verdaderos muros entre nada y nada destinados
a la edificación incesante de la ciudad, todavía allá. Desde las ladrilleras, la señalabas con la mano. Por lo demás, el futbol era mi casa. Iba conmigo a donde hubiera balón.

 

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