El libro como personaje

El infinito en un junco:

El libro como personaje

José María Espinasa

Que un libro como El infinito en un junco, de Irene Vallejo, se vuelva un éxito de librerías, es desde luego alentador. Y no deja de ser sorpresivo que esta elegía a la vida del libro en el mundo antiguo lo sea en un momento en que se tiene la sensación de asistir al fin del libro en el mundo moderno. Por eso no deja de provocar melancolía su lectura y, como suele suceder con los cuentos de hadas, más allá de las cosas terribles, no pocas veces violentas que relata, no deja de ser consecuencia de la fe en la humanidad, como todo cuento de hadas, y su lectura nos lleva a reflexionar sobre la construcción de un imaginario colectivo, siempre frágil y cambiante, con momentos admirables y caídas terribles.

El título mismo nos señala esa sensación de magia: la relación entre el hecho mismo –la escritura– y el soporte que la proyecta como un acontecer colectivo. El libro recoge la invención de la escritura y la de un soporte adecuado para su difusión y conservación. No nos meteremos ahora en la hondura de señalar una mítica invención del habla cuyo soporte era el viento, es decir, la oralidad.

Los historiadores del libro han señalado, no sin reparos, el hecho de que la escritura no nace como un vehículo para la poesía, como hubiéramos querido, sino como un vehículo para transacciones contables, mismas que ahora la cultura ve, no sin remordimiento, como un hecho perverso, en cierta manera ilegítimo. Así, llevar las cuentas se convirtió con el tiempo en llevar los cuentos y en contar los versos. Y la historia de los libros lleva implícita una historia de las bibliotecas, tal vez la parte más visible de El infinito en un junco: la invención de los libros en el mundo antiguo.

La enorme cantidad de lecturas y referencias que la autora, Irene Vallejo, pone en juego en su texto, establece no un discurso académico y erudito sino uno juguetón, lúdico sin duda, en el que se celebra esa invención del subtítulo. Y su lectura nos sugiere volver a la discusión de muchos tópicos apresuradamente dejados atrás. Por ejemplo: el éxito. Ya he dicho en otras ocasiones, verdad de Perogrullo, que pensar que un libro exitoso ante los lectores, sobre todo si ese éxito es inmediato, señala inevitablemente un libro malo, es una tontería. Pero es una tontería provocada por la estadística: los libros de éxito suelen ser bastante malos. Ahora, que un libro tenga éxito, sea bueno, y además trate del libro, es muy poco frecuente. ¿Por qué tiene éxito el que hoy comentamos? Dejemos de lado las respuestas obvias –es ameno, divertido, informado– y concentrémonos en una menos evidente: tiene éxito porque su personaje, el libro, está amenazado por la modernidad extrema de la realidad contemporánea que llega a plantearse el hecho de que la literatura sea prescindible. Los modelos de civilización antigua –Babilonia, Egipto, Grecia, Roma– nos ofrecen diversos momentos en los que el libro ocupa un lugar de privilegio y otros en los que pasa a un segundo o tercer plano, pero desde el presente lo vemos siempre como un termómetro del desarrollo de esas civilizaciones. Por eso es notable el tejido que presenta la autora entre lo social, en su sentido mas amplio, y las voluntades personales de los individuos –sean, césares, emperadores, sacerdotes, figuras religiosas, intelectuales y políticas– en las que el libro gana (o pierde) su valor simbólico tanto como su valor económico.

Digamos que si la Biblioteca de Alejandría tiene algo de regalo amoroso de Marco Antonio a Cleopatra, es esto lo que le da un subrayado a su contenido político y simbólico, y es la quema de dicha biblioteca, figura sincrética que proyecta ese símbolo en la tragedia de la historia. Pero además el regalo de una biblioteca, como el de un anillo de diamantes, es también un regalo a la ciudad que la alberga y una señal de qué civilización se quiere, y un buen ejemplo de que la Historia es una mezcla de pulsiones colectivas y personales, a veces complementarias, a veces en guerra. Así, las bibliotecas públicas, y las pocas privadas, son elemento de conservación de la cultura en las ciudades que, a la caída del valor simbólico del libro, se refugiarán en los monasterios y luego en las universidades nacientes, hasta la invención de la imprenta. La trama de El infinito en un junco muestra la importancia de esos repositorios de libros, rollos o códices, en el mundo clásico.

La elección del soporte de la escritura como otro hilo conductor de esta historia es muy pertinente: la arcilla, la piedra, el papiro, el pergamino, el papel, tienen una enorme importancia en su evolución y conservación. Nunca como ahora, con el soporte electrónico, estamos viviendo la importancia y las condiciones que pone el soporte. Por ejemplo, resultan inquietantes las noticias que nos permiten medir todo lo que se perdió de la literatura clásica, de cuya existencia sólo sabemos por referencias, a veces mínimas. Ahora, cuando algunos hablan de la civilización de la red, se está empezando a escribir una historia del libro que podría llamarse el infinito en un bit. En parte el éxito del libro de Irene Vallejo se debe a que intuimos que ahora empieza una historia no de hadas, sino de terror, y nos refugiamos en la historia vista como una narración fantástica.

 

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