El cantante guitarrista del camión urbano
Marco Antonio Campos
En los años sesenta, a menudo, al subirme en San Pedro de los Pinos, en calle 15 y avenida Revolución, al camión Colonias Urbanas, que me llevaría al Centro Deportivo Chapultepec, coincidía que cuadras más tarde se subía un desmedrado señor de unos cincuenta años, quien tocaba una guitarra de misericordia y cantaba algo que llamamos canciones mexicanas. Decir una cosa u otra es una fantasía: tocaba peor la guitarra que un ahogado de borracho, y su voz, en vez de alegrar, incomodaba o ponía de malas a pasajeros o echaba a funcionar la alarma colectiva. A veces olvidaba la letra y le daba por inventar. Un día me animé y le pregunté por qué se atrevía a esa aventura urbana. Con una sinceridad que me dejó inerme, me contestó que no tenía trabajo, que su edad ya no era la propia para dedicarse al robo peatonal o de casa habitación, que era consciente de tocar y cantar como para hacer huir a un enemigo, y que los pasajeros, cuando le daban una moneda, era más para que se bajara que para seguir cantando. Sin embargo, cuando el chofer no se detenía en la parada, él seguía tocando y cantando, según sus palabras, por pundonor profesional. Él apelaba a gentes como yo, quienes sabiendo que la música no le había entrado por ningún oído, le daban los diez o los veinte centavos, para vivir al día. Una vez, después que bajó, pregunté a un chofer de la ruta por qué lo dejaba subir si sabía que lo suyo era más un berrido que un canto. Me contestó: “Porque es un jodido como yo.” Entendí que era cuestión de piadosa solidaridad de clase.
Al bajar del camión urbano, el cantante-guitarrista esperaba en la parada el siguiente transporte, mostraba la guitarra al nuevo chofer pidiéndole permiso, quien hacía una mueca de fastidio o de horror como diciendo: “Ya nos partiste la madre, cabrón”, y sin verlo, moviendo la mano derecha, le señalaba que subiera.
Para evitar una desventura auditiva, me compré un tapa-oídos, pero quien los haya usado sabe que éstos sólo cubren algo como el 40% del ruido exterior. Sin embargo, traté de regalárselo una vez a un energúmeno, para que no bajara a la mala al cantante-guitarrista, que tan justa mala fama había ya conseguido con su perseverancia entre los pasajeros de los camiones urbanos, pero el tiro salió por la culata. El energúmeno a patadas, empellones y golpes nos bajó a los dos. Desde entonces sentí que disminuía, al menos en un 3 o 4%, mi piedad y altruismo, tan bien reconocidos en sociedad.