Luis Cardoza y Aragón: La prevalencia de la poesía
Enrique Héctor González
“Después de ver una pintura, de volver y volver a verla, hay que cerrar los ojos y contemplarla”, escribió alguna vez el poeta y ensayista guatemalteco Luis Cardoza y Aragón (1904-1992), autor de algunos de los más delicados y sugerentes textos de crítica de arte del siglo pasado. Leer sus iluminadores trabajos de aproximación a la pintura mexicana contemporánea, como ocurría asimismo con los de Luis Roberto Vera y, a veces, con los de Juan Acha y Octavio Paz, era encontrarse con que la imagen y el color son otra forma de la poesía, figuras verbales, materia metafórica que da con su contemplador si éste es capaz de detenerse mentalmente en la experiencia.
Quizá el libro mayor de Cardoza sea su autobiografía El río: novelas de caballería, donde reconstruye toda una época de vida itinerante a partir de la recreación del propio pasado en la figura de un héroe que es y no es él mismo, desdoblamiento muy bien ejecutado y por el que en buena medida transita la originalidad del libro; pero aquí y allá, tanto en su prosa como en su poesía, el amor a la sentencia puntual y generosa hace de él un aforista de mérito por el rigor de sus consideraciones: “Así como la danza, según Baudelaire, debe decirnos lo que la música no puede decirnos, la poesía está destinada a expresar lo que con simples palabras es inexpresable.” Atento a la conversación que establecen entre sí todas las artes y dada su condición de fecundo orfebre de poemas memorables, Cardoza (como Asturias, como Monterroso, como Illescas, como Otto Raúl González) fue un escritor que emprendió el exilio inevitable de quienes tuvieron que afincarse en otro país –Francia, México– vista la insensatez con que los regímenes dictatoriales que ha padecido históricamente su país se ensañaron con los partidarios y colaboradores de gobiernos democráticos como el de Jacobo Árbenz. Y fue aquí, en México, donde su espíritu lúcido no sólo conoció que “amar es compartir fantasmas complementarios” sino donde, asimismo, afiló una vena creativa que devino afín a su obra lírica, la de la crítica, mediante la cual consiguió uno de los mejores retratos (rebasa lo político e histórico para encallar en lo ontológico) de su propio país: Guatemala, las líneas de su mano.
Cardoza y Aragón, que yo sepa, nunca coleccionó en forma de aforismos sus ideas más sugerentes, pero se los puede espigar en sus ensayos y poemas con cierta facilidad, y el espectro de sus observaciones está repleto de matices: desde la provocación humorística (“Adán y Eva no fueron expulsados del Paraíso: se fugaron”, “La mejor Gloria es la Swanson”), donde prevalece el ánimo juguetón que a menudo acompañó su labor crítica y sólo a veces a su poesía, hasta la duda metafísica o devocional. Algunos de ellos se recrean con pericia en la perplejidad o simplemente hacen gala de una sorna sonriente, la misma fresca adolescencia que se puede advertir en los textos breves y risueños de Julio Torri, autor con quien Cardoza y Aragón guarda una semejanza espiritual que hasta ahora no ha sido examinada. Con tal ánimo puede leerse esta sentencia: “Los fantasmas existen, pero no creo en ellos. Dios no existe, pero creo en él.” Aunque quién sabe: quizá este adagio sea el argumento de una novela fantástica jamás escrita, antes que una confesión de fe.
De cualquier manera, se respira en la prosa compacta de Cardoza la exactitud tan cara a los aforistas, lo mismo que una imaginería de ascendencia surrealista que le permitió pergeñar frases donde su fidelidad a la intensidad de la voz poética es insoslayable: “Si cae un pensamiento hace ruido. Una palabra fuera de lugar es un escándalo.” Y si “la vida imaginaria es la única digna de ser vivida”, como escribió alguna vez, podríamos pensar que sus tareas diplomáticas y las que lo volvieron defensor de las causas que creía más justas eran apenas para él labores que no rebasaban el mundo concreto. No era así. Y no lo era porque el concepto de “lo imaginario” en Cardoza reúne lo mismo las exigencias del presente inmediato que las voluptuosidades del espíritu, como ocurre entre escritores comprometidos con su conciencia y que militan en más de una dimensión.
Entre la ocurrencia y la cordura, otras proposiciones del autor guatemalteco remiten a su apego a las evidencias, a una lógica impecable que las circunstancias y los casos conocidos nos confirman todo el tiempo: “Fracasó por exceso de talento. Le faltó siempre esa dosis de estupidez indispensable para poder vivir.” En ese vaivén de sentencias que lo mismo calan o divierten que regocijan y desconciertan, deambula el alma poética de Cardoza y Aragón, aforista insospechado que, tanto en sus trabajos críticos como en sus numerosos accesos de memorialista, supo que “la única prueba concreta de la existencia de la humanidad es la poesía”