«Bonnie and Clyde» de Arthur Penn refleja ahora, como en su época, el ejercicio de la violencia en USA

Bonnie and Clyde’: Arthur Penn y la violencia Como lengua franca

Moisés Elías Fuentes

 

Arthur Penn nació en Estados Unidos el 27 de septiembre de 1922, por lo que contaba siete años al inicio de la Gran Depresión de 1929, y once cuando los asaltantes Bonnie Parker y Clyde Barrow murieron, emboscados por policías de Texas y Luisiana, en mayo de 1934. Al llegar a la pubertad, Penn había atestiguado tanto los locos años veinte con la prosperidad financiera artificial y los muy reales excesos, como el estallido del artificio y su secuela de miseria, que tuvo representantes extremos en Parker, Barrow y otros, pues se expresaron a través del crimen y la violencia. Fue a estas expresiones, que debieron limitarse a ser episodios de una época y que, en cambio, se integraron a la cultura popular estadunidense, a las que dedicó Penn algunos de sus mejores trabajos en teatro, televisión y cine, interesado en la violencia como rasgo social identitario; un interés que, como intelectual, lo acompañó hasta su fallecimiento, el 28 de septiembre de 2010.

Significativo, el primer filme dirigido por Penn, El zurdo (1958), es un western, género que, junto con el cine de gánsteres, compone la mitología fundacional de Estados Unidos: el western, surgido de la guerra de exterminio contra los pueblos originarios para despojarlos de sus territorios; el gangsteril, inspirado en los contrabandistas de alcohol que dominaban las ciudades a punta de metralla y contubernios con los poderes políticos y financieros.

Mitología de la violencia, con la subsecuente mitificación de los hombres y mujeres que la ejercen, en la que el ideal de justicia se mezcla con la exaltación del crimen y la equidad económica se topa con el acaparamiento de riquezas. Por encima de la historia de Parker y Barrow, lo que atrajo a Penn cuando, después de varios desencuentros, aceptó la invitación del actor y productor Warren Beatty para dirigir Bonnie and Clyde, fue la posibilidad de continuar la revisión de tales contradicciones y sus efectos en la sociedad estadunidense.

Estrenado en 1967, Bonnie and Clyde se basó en un guion de David Newman y Robert Benton, inspirado en la Nueva ola francesa, pero que se unió con la narrativa estadunidense a partir del interés de Beatty en el texto. Tomado por Penn, admirador de la Nueva ola, el discurso de Bonnie and Clyde conservó la impronta francesa, pero vinculada al relato estadunidense; es decir, se relata una historia de modo lineal, pero con las audacias del movimiento francés en cuanto a manejo del montaje y fotografía y las libertades del guión.

De hecho, al principio del filme la violencia se exterioriza con la imprudencia casi adolescente con que actúa la pareja delincuente, al modo del Sin aliento, de Jean Luc Godard. Así, el encuentro de Clyde (Warren Beatty) y Bonnie (Faye Dunaway) y sus primeros robos, están más cerca del cine de risa loca que del gangsteril, lo que se recalca con los alegres y hasta picarescos acordes de música sureña. Sin embargo, la fortuita incorporación del mecánico Moss (Michael J. Pollard) rompe la rebelión lúdica y empuja a la pareja al mundo real, lo que se rubrica con el primer asesinato, instante en que la música desaparece y da paso a una violencia de consecuencias irreversibles, que llega a su summum con la entrada de Buck (Gene Hackman), hermano de Clyde, y su esposa Blanche (Estelle Parsons) a la pandilla.

Guiño de inteligencia, los asaltantes toman conciencia de su condición de asesinos en la oscuridad de un cine donde Ginger Rogers y sus coristas afirman “We’re in the money”, (en Vampiresas de 1933, de Mervyn Le Roy) con júbilo prematuro, toda vez que la Gran Depresión estaba lejos de disiparse, que por ello la pandilla atraca en ciudades y pueblos depauperados, que el director artístico Dean Tavoularis representó en toda su ruina, con gran cuidado en los detalles, al tiempo que con mesura, eludiendo tremendismos gratuitos.

Mientras en los cines la oscuridad canta una situación ilusoria, la solana callejera reseña una realidad infeliz en la que los crímenes no emergen de la noche, sino de la luz del día, según remarcó el fotógrafo Burnett Guffey con sus composiciones de luz natural, discretos filtros y fuentes cotidianas (focos de casas, automóviles, reflejos), juego de luces en que movió primeros planos, planos americanos y generales, entre otros, con lo que imprimió enorme agilidad a la trama y se acercó por otros medios a las experimentaciones de la Nueva ola, lo que se aprecia en las persecuciones de automóviles, donde los planos/contraplanos truecan la rapidez en metáfora de una sociedad que, en lugar de dialogar, se persigue y se destruye.

Metáfora cruel, complementada por Dede Allen, quien, a partir del montaje narrativo, insertó montajes paralelos y expresivos en los que se atisban los opuestos morales que desgarran el tejido social, con los policías que pervierten la ley en espectáculo de lucimiento, y los pobres (despojados de sus pocos bienes por los bancos, apoyados por las autoridades), que quieren ver en Parker y Barrow a bandidos justicieros.

Lo que evidencia el montaje es la presencia de la violencia como única lengua franca, emanada tanto del conjunto social como de los individuos, tironeados por cobardías, fobias, ilusiones y pasiones. Mujeres y hombres inarmónicos con su entorno, espléndidamente desarrollados por un grupo de actores, en que coincidieron veteranos curtidos en el oficio y jóvenes procedentes del Actor’s Studio, actores y actrices a quienes Penn otorgó gran libertad para la construcción de sus respectivos personajes.

Dicha libertad actoral permitió al cineasta centrarse en la construcción de una atmósfera que va de lo realista a lo onírico, y que obtiene uno de sus momentos más altos en la última reunión de Bonnie y su familia, que se desarrolla en un campo seco, de ambiente casi irrespirable, pero también de luces crepusculares que confieren a la secuencia una sensación de intimismo y familiaridad, reunión de elementos contrastantes que recuerda al John Ford de La legión invencible y al Raoul Walsh de Juntos hasta la muerte.

Como en aquellos westerns, en Bonnie and Clyde se advierte la tácita concordia entre vida cotidiana y violencia, pero también su involución: en Ford la violencia es un sacrificio heroico, que acompaña la vida de las familias de pioneros; en Walsh, se inclina hacia el romanticismo trágico. En Penn, sólo supone incomunicación: cada delito de los amantes los aleja de alguna redención, de ahí que su desenlace, masacrados a balazos, aun cuando se presenta en cámara lenta, es una muerte a secas. En una sociedad despojada de heroísmo romántico, devenida en paraíso estéril, la pareja sólo podía aspirar a comunicarse a través de la violencia. Tal fue el drama social de Estados Unidos que percibió y plasmó Arthur Penn en Bonnie and Clyde. Tal es el drama que enfrenta la sociedad estadunidense actual.

 

 

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