A un siglo de la muerte de Proust
Vilma Fuentes
El próximo 18 de noviembre se cumplirán cien años de la muerte de Marcel Proust. Así, ya han comenzado los más diversos festejos –exposiciones, ensayos, festivales, lecturas, conciertos e incluso novelas de ficción e historietas de monitos o cómics– para conmemorar su monumental obra. Cabe recordar que Proust murió en realidad de una fatiga extrema, tantos fueron los desvelos de su parte para lograr llevar a cabo la escritura de las dos mil cuatrocientas páginas que forman su novela catedralicia, cumbre de sus escritos anteriores, En busca del tiempo perdido.
Después de los festejos por los cuatrocientos años del fallecimiento de Molière, a través de los cuales pudo redescubrirse el gigantesco fresco de la sociedad de su época, cuyos personajes siguen siendo actuales, los múltiples eventos a la memoria de la obra de Proust se anuncian como una celebración de la lengua francesa y una recuperación de la historia milenaria de Francia.
En busca del tiempo perdido no es sólo una novela, es también la expresión de una filosofía que se pregunta por las cuestiones esenciales planteadas desde Parménides y Heráclito, es decir desde los albores del pensamiento en Occidente por los presocráticos.
El escritor francés Jacques Bellefroid señala acertadamente que la filosofía en lengua alemana se expresa bajo la forma del ensayo, mientras que, en lengua francesa, el pensamiento se desarrolla más bien en el dominio literario de la novela, la poesía o el teatro. La obra de Marcel Proust, por ejemplo, no se presenta para nada como una obra de filosofía, pero el pensamiento que contiene es más rico que muchos textos filosóficos publicados en la misma época por los más prestigiosos profesores de la Sorbona, como los poemas de Mallarmé dan más a pensar que las tesis de los maestros institucionales.
Preguntarse por el tiempo perdido implica, necesariamente, una reflexión sobre el tiempo, cuestión fundamental de la filosofía que Martin Heidegger desplegará en Sein und Zelt (El ser y el tiempo) varios años más tarde, en 1927. Este pensador alemán, debe recordarse, se sirvió de la poesía para profundizar y esclarecer el enigma que representa el tiempo.
A través de su narración, Marcel Proust presenta la sociedad de su época. A semejanza de los protagonistas de las novelas de Balzac, personajes prototipos del avaro como son Grandet o Gobseck; del criminal y marginado como Vautrin; del ambicioso como Marsay o Rubempré; de la cortesana que se vende abiertamente como Esther o la alta cortesana como las duquesas y marquesas que pueblan los salones mundanos, los personajes de Marcel Proust se vuelven arquetipos que siguen encontrándose en la actualidad. Personajes que viven y envejecen convirtiéndose en gigantes que atraviesan el tiempo y sólo pueden ser vistos, señala el autor en El tiempo recobrado, último volumen de En busca del tiempo perdido, con un telescopio, muy al contrario de la creencia que supone poder mirar a través de las lentes de un microscopio a personajes que desbordan su tiempo y vienen desde el lejano pasado que es la Historia. Proust se complace con la poesía de los nombres de lugares, como Guermantes, Forcheville o Crecy, nombres asimismo de sus personajes, palabras cuyas etimología e historia se discuten en el salón de Madame de Verdurin. Como se discute el caso Dreyfus y se enfrentan dreyfusistas y antidreyfusistas en los salones de Verdurin y de Odette de Crecy.
Cruel descripción del egoísmo mundano es la escena cuando Swann dice a su gran amiga, la duquesa de Guermantes, que ya no se verán más pues esta desahuciado, y el duque, temiendo llegar tarde a un baile donde se ha citado con su amante, interrumpe alegando que tiene prisa y ya tendrán tiempo de discutir más tarde, para luego desdecirse de su prisa cuando ve que la duquesa no se puso las zapatillas rojas que van con el color de su atuendo y es más urgente ir a buscarlas. El tiempo se alarga y se reduce según el capricho, el deseo o el miedo.
El sentido del humor tampoco está ausente de la obra de Proust. La narración, por ejemplo, de la visita semanal que el barón de Charlus hace a la tumba de su mujer para contarle sus éxitos mundanos y el respeto con que se le cede el mejor y primer lugar en cualquier recepción.
Desfilan también las pequeñas lavanderas que satisfacen los deseos masculinos o el burdel sadomasoquista de Jupien, donde Charlus se hace dar de latigazos.
Notable también es el vaivén entre realidad y ficción, pero realidad ficticia del universo proustiano visto desde la perspectiva de un pastiche donde el narrador lee algunas páginas de los Goncourt sobre el salón de Verdurin. Los Goncourt son reales pero, en esas páginas, se vuelven otros personajes más nacidos de la pluma de Marcel, excelente imitador, capaz de encarnar al otro y de apoderarse de su esencia.
Muchos ensayos se han dedicado y seguirán dedicándose a desentrañar En busca del tiempo perdido. Lo mejor es leer esta obra sin perder el tiempo.