A 50 años de su muerte Ezra Pound y la casa de buena piedra
Moisés Elías Fuentes
El primero de noviembre de 1972, a los noventa y siete años de edad, falleció Ezra Pound, en Italia, donde se retiró en 1958, luego de una reclusión de doce años en un psiquiátrico de Washington, diagnosticado como paranoico, lo cual, irónicamente, lo salvó de la pena de muerte por traición a la patria, dada su adhesión al régimen fascista de Benito Mussolini. Desde ese 1958 Pound no volvió a Estados Unidos, donde nació el 30 de octubre de 1885 en Idaho, estado solitario y de agreste hermosura, cuya furtiva presencia en los versos del poeta hablan de la dolorosa y nunca solventada relación con su país.
Poeta, ensayista, traductor, promotor cultural, al encontrarnos con Ezra Pound resulta ineludible recalar en la imagen del hombre escindido, quien concibió el imaginismo, corriente vanguardista que exalta la libertad de movimiento y acción de la palabra poética, al tiempo que fue el decidido propagandista de una ideología tendiente a la inmovilización del pensamiento y la creatividad.
Ahora, para comprender el fascismo de Pound debe entenderse su convicción de que la cultura europea alcanzó, a partir del tránsito de la Edad Media al Renacimiento, el equilibrio entre desarrollo socioeconómico, advenimiento de las ciencias y libertad de la creación artística, para lograr una cultura superior, amenazada por dos corrientes políticas recientes: el comunismo de la Unión Soviética y el capitalismo de Estados Unidos. Desesperado por salvar el ideal, Pound no atisbó que el fascismo reducía la herencia cultural a belleza admirable pero estéril, así como redujo la sociedad a multitud vociferante pero inexpresiva.
Desorientado en política, Pound no lo estuvo en literatura y, sobre todo, en la expresión poética de un humanismo que empatizaba con los hombres y mujeres del común, tal como se coteja en “Piccadilly”, poema de versos austeros en el que se reúnen la cruel situación de las prostitutas* y la honesta solidaridad del poeta: “Bellas, trágicas caras–/ vosotras que fuisteis lozanas y estáis tan abatidas;/ y, oh, las envilecidas, que pudisteis haber sido amadas,/ y estáis tan impacientes y borrachas,/ ¿quién os habrá olvidado?”
Maestro del poema extenso, Pound también lo fue en el breve, formado por versos sucintos que, sin embargo, equilibran las más disímiles emociones y acciones humanas, de modo que las imágenes poéticas son arrebato y reflexión. Así lo exponen los versos de “Orto”, que desde el título alude al ser individual y su carácter único: “Te pido que entres en tu vida./
Te ruego aprender a decir “yo”,/ cuando yo te interrogue./ Pues no eres parte, sino todo,/ no porción, sino ser.”
Según la perspectiva de Pound, la poesía es un ser que existe per se. El poeta vive en función de la poesía, existencia total que lo rebasa y lo empuja a la sublevación, que en “La isla en el lago” implica el retorno a la vida del hombre común, lo que el autor ruega con un acento que se funde con la cotidianidad, para reafirmar su condición de poeta: “Oh Dios, oh Venus, oh Mercurio, patrón de los ladrones,/ Préstame una tiendita de tabaco,/ o instálame en alguna profesión/ Que no sea esta maldita profesión de escribir,/ donde uno necesita su cerebro todo el/ tiempo.”
Anhelo de comunidad, porque la tienda remite a los comerciantes, artesanos y agricultores que, en los albores del Renacimiento, coincidían en los burgos, lugares esenciales para la convivencia y la habitación, avasallados por las aglomeradas ciudades capitalistas en las que el poeta encuentra, “en una estación del Metro”, individuos desdibujados: “El aparecimiento de estas caras entre el gentío,/ pétalos en mohosa, negra, rama.”
Brutal, el capitalismo amontona en los pasillos del Metro a los hombres y mujeres despojados de la Europa idealizada por Pound. Es la derrota de la cultura europea vital y espiritual ante el dinero, entidad desalmada, es decir, sin ánima, que el poeta representa, en “Sociedad”, con el matrimonio de la alegre adolescente y el vejete millonario y tullido: “Menguaba la posición de la familia,/ Y por esta razón la tierna Aurelia,/ Que había reído dieciocho veranos,/ Hoy sufre el contacto paralítico de Phidippus.”
Sin el tremendismo naturalista ni la dicción soez del feísmo, en cuatro versos Pound develó un relato grotesco que implica el concepto en que el poeta tenía al capitalismo: un sistema destructivo que deshonra la belleza y la felicidad. Y, para impedir el horrendo enlace de la tierna Aurelia con el paralítico Phidippus, el escritor opuso su muy personal versión de la historia universal, que, en sus cimientos, eso son The Cantos.
Los Cantos del caos y la extinción
Todo lo que en la poesía breve, ensayos literarios y textos políticos de Pound aparece en forma de imágenes poéticas, reflexiones éticas y experimentos estéticos se trenza con la historia universal, en las 117 secciones de Cantos, poema pantagruélico en el que quiso plasmar la marcha involutiva de la humanidad que, emergida después del caos original, conoció y disfrutó el orden de la creación, pero que, fascinada por un dudoso dominio sobre la naturaleza y convencida de su semejanza con Dios, ha pretendido redefinir al mundo a través de un orden edificado por ella misma que no la lleva a la refundación, sino a un caos hecho de extinción y vacío. Abismo en el que no hallamos la caída bíblica, sino la usura, “pecado contra natura” que Pound identificaba con el capitalismo, porque ambos son parásitos que consumen, pero no producen, acumulan, pero no distribuyen. Así lo manifestó en el “Canto XLV-Con Usura”: “Con usura ningún hombre tiene una casa de buena piedra,/ cada bloque pulido bien encajado/ para que el dibujo pueda cubrir su cara,/ con usura/ ningún hombre tiene un paraíso pintado en la pared de su iglesia […]”
De estructura llana, abundante en enumeraciones y referencias históricas, el “Canto XLV” posee gran plasticidad rítmica, que conecta los referentes con alusiones artísticas y místicas, consiguiendo una relación intertextual que expone por qué la usura malogra cualquier lugar “donde virgen reciba mensaje/ y halo se proyecte de la incisión”, y pervierte el arte, de modo que “ninguna pintura es hecha para durar ni para vivir con/ ella”. Es en estos acentos, sencillos y sublimes que vislumbramos al Ezra Pound íntimo, enredado por sus defectos, pero redimido por el profundo amor al ser humano, que lo estimuló a construir la casa de buena piedra que es su poesía.
*El Piccadilly actual poco tiene que ver con el que conoció Pound durante su estancia en Londres, de 1908 a 1921, ya que era zona de prostitución de niñas y adolescentes y de encuentros homosexuales clandestinos. Las citas de los poemas que siguen proceden de Ezra Pound, Antología. Traducción de José Coronel Urtecho y Ernesto Cardenal. Prólogo de Ernesto Cardenal. Visor Libros. Madrid, 1983.