A la asturiana
Carlos Martín Briceño
Carlos Martín Briceño
El Sanssouci, como siempre, repleto. Tuvimos que esperar un buen rato para conseguir una mesa. Alfredo, mientras tanto, nos trajo las primeras cervezas a la barra. Llevábamos varios meses viniendo a diario a la cantina porque era el único lugar donde servían brochetas como botana.
Al principio creí que ser condiscípulos del hijo del dueño era nuestra carta de recomendación, pero luego observé que todos los clientes recibían el mismo trato.
–El éxito del Sanssouci es que no tenemos preferencias: da lo mismo atender a un albañil que a un licenciado –decía don Roberto, el padre de Alfredo–; y sonreía con esa actitud franca de aquél que ha logrado todo lo que se propuso en la vida. Hijo de inmigrantes asturianos, le gustaba presumir su ascendencia española y creía que boina y puro, aunados a un ceceo fingido, daban mayor validez a sus afirmaciones.
Recuerdo que era el último viernes del período de clases en la facultad. Hacía algo de frío y en los principales almacenes del centro comenzaban a escucharse los primeros villancicos. Al día siguiente saldría cada cual a su pueblo a pasar con su familia la temporada navideña.
No siempre tuvimos la oportunidad –y el dinero– para comer y beber sin límite. Esta vez, sin embargo, parecía que lo hubiéramos planeado. Así, entre trago y trago, dio inicio una tarde de cervezas y dominó que pudo haber transcurrido plácida, apacible, sin mayor problema.
Poco a poco las mesas del Sanssouci fueron quedando vacías. Cerca las diez de la noche sólo se mantenía con vida la nuestra. Alguien le pidió a Alfredo que ahora sí se dejara de pendejadas y enviara otra tanda de brochetas.
–¡El ron abre el apetito! ¡Coman hasta reventar muchachos, que esta noche la casa invita! –gritó el padre de nuestro amigo desde atrás de la barra sin dejar de contar el dinero de la jornada.
Y así lo hicimos.
De haberme aguantado, quizás no hubiera ocurrido nada, pero uno no puede contener la vejiga cuando ha bebido tanto. Por eso, entre esperar a que se desocupara el baño, mearme en los pantalones o forzar una puerta con un letrero que decía “exclusivo meseros, prohibido el paso a clientes”, escogí esto último.
Una débil claridad se filtraba por el dintel de la puerta; apenas la indispensable para no tropezar. Estaba muy mareado. Frente a mí, noté el inodoro. Aun con el cerebro embotado, elegí bien: el lugar alguna vez fue baño. Como pude llegué al borde del bacín y me puse a orinar en él sin saber que estaba roto y fuera de uso. Siempre que estoy en un baño público procuro respirar con la boca en lugar de la nariz para no sentir la pestilencia del sitio. Y mientras esto hacía, luchaba por conservar el equilibrio y atinar justo al centro.
Hasta hoy, recuerdo perfectamente el instante en que distinguí que algo o alguien me miraba desde el suelo. Fue cuestión de segundos. Abrí bien los ojos y me agaché cuanto pude. Vomité en el acto. Estaba parado sobre un montón de pequeños cráneos y esqueletos a punto de ser alcanzados por la orina que corría a mis pies. Ante el desconcierto de mis compañeros, salí maldiciendo de aquel cuarto, porque allí, en la cantina de ese gachupín hijo de puta, las brochetas eran de perro.