«La canción de Lucio»

La canción de Lucio

Antonio Valle

Antonio Valle

Incluso los mudos podrán hablar para los
sordos que ya están escuchando.

Lucio Dalla, “El año que vendrá”

 

 

Querido amigo, después de diluvios te recuerdo. Como hoy, aquella noche era Navidad y tomábamos mezcal minero. Entre las mesas del bar puedo ver al hombre con el que entraste al baño. Enseguida volviste pero tu risa era extraña, ajena, exagerada… Intuí que tú seguías siendo tú pero que también comenzabas a ser otro. Dijiste algo así como que sentías una revolución total en tu cabeza y yo no pude –ni quise– seguirte en ese juego. Por aquellos días comenzamos a dejar de ser dos jóvenes rebeldes para convertirnos en un par de locos; yo por el alcohol y tú no sé por qué. Como la Navidad siempre fue el mejor de los umbrales, brincaste por la puerta solsticial para fundirte en el bosque. Al año siguiente volvimos a encontrarnos. Esa noche, observándome con las pupilas dilatadas, me regalaste la cinta de Lucio Dalla. Ahora, treinta años más tarde, cuando escucho la canción “El año que vendrá”, mi mujer mira los brillos del arbolito parpadeando en mis pupilas y me dice:

–Nunca conocí a un hombre que quisiera tanto a sus amigos, tanto como para ponerse a llorar en Navidad por ellos.

–Será el espíritu que cada año vuelve con el niño dios.

–¿Con el niño dios o con tu amigo dios?

–Cómo eres… De aquello sólo quedará esta carta, una lealtad que no termina de evaporarse como el aguardiente en el ponche.

Mi mujer trata de entender lo que le digo pero, como dice Lucio en su canción, ella debe pensar: “Hay algo que ahora aquí no va.” Mientras mezcla la ensalada de manzanas y nueces, escribo recordando la madrugada en la que amanecimos muertos de frío en la casa de la Sierra Sur donde nos dieron posada. Escribo sobre aquel tiempo en el que amábamos a los pobres, cuando teníamos la certeza de que la utopía era posible. Te escribo antes de que el olvido sea definitivo, envuelto en los vapores de esta fiesta humilde, acompañado por una mujer que me mira con dulzura aunque algo inquieta. ¿Será porque es la tercera vez que escucho a Lucio? Tal vez sepas que, aunque ya no he vuelto a verte, de vez en cuando Aquiles me traía noticias tuyas. Por eso supe que te habías convertido en un hombre exitoso, que vivías con una empresaria, que viajabas por el mundo, pero el buen Aquiles también te encontró algo triste. Digo que agradezco la canción de Lucio, porque aunque ya la diáspora de nuestros amigos había concluido, como sabes, nunca dejé de apreciar la amistad de los artistas, sobre todo la compañía de los músicos. Así, un día apareció por aquel estudio, al que llamábamos “Rumbo a lo desconocido”, un joven guitarrista. El pobre venía huyendo de una escena en la que su mujer besaba a su mejor amigo. El maestro, que deslizaba los dedos sobre la guitarra como si fuera el cuerpo de su amada, hacía un arreglo sobre la canción de Lucio. No sabes las notas más dulces que brotaban de esas cuerdas… hasta que el chico se derrumbó con las venas saturadas por un alcohol sin nombre. Ese año, en vísperas de la aparición de Tonantzin, bebí –espero– el último trago de mi vida, mientras me preguntaba si, como yo, tú también habrías logrado darte cuenta de que sufrías por haber dejado que creciera en ti una extraña personalidad. Entonces pensé en los países imaginarios en los que estarías intentando huir de ti.

Hace dos años subí a una red social la vieja canción de Lucio. La pieza (más bien yo) sólo obtuvo una manita azul, la había colocado un joven flautista. Meses después supe que el chico había muerto por un exceso de felicidad. Hay vidas a las que mata la vida misma, y hay vidas muertas que no terminan de morirse nunca.

Como tú sabes, la lealtad que hay entre nosotros no concluye, porque una amistad auténtica, la haya conservado o no, estará viva siempre. Claro, también tiene razón Lucio cantando que la vida –como la historia de dos valientes que parecían invencibles– puede irse en un instante.

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