A la luz de los cocuyos
Agustín Ramos
Agustín Ramos
¿En serio? –Están bajo el último encino prieto…
En serio, desde que te vi me prendiste –…tampoco lo haría nunca por dinero, especie en extinción.
A ver, júralo. –Nomás se ha detenido para revisar el menú, las dos únicas patrullas de esta huasteca siempre andan al tiro…
Por Dios, más aparte, traigo ganas, no te miento –…en épocas de brindis, cuando todo resulta llamativo…
Será por tu divorcio, ¿qué, no? –…el aguinaldo, el olor a vestidura nueva…
Obvio no, me llamaste la atención mucho más que tus compañeros, todos buenotes, neta –…los patrulleros y
los cocuyos son puntuales para aparearse y para morder, para todo, siempre…
Entonces las faltas a la moral… –mete segunda, pariente–, ¿van a ser gratis?
Obvio sí…, lo demás será propina. –Si no fuera otra vez con él, también será su última salida, lo vuelve a jurar en el nombre del cielo.
¿Y de a cuánto o qué? –A revisar la carta, pues.
Pues no sé. –Suntuosa, inocente como jaguar cachorro.
¿Hay coctel de cortesía? –Bordea el estraples.
Sin tocar. –Suplica ella, los párpados bajos, las zarpas traslúcidas.
Aunque sea una probadita, ¿no? –Él aguanta a pie firme el taco de ojo pero su musculatura, salvavidas inflable de emergencia, se manda sola.
Asfixiada por la masa pectoral, va despegando como calcomanía las manos, las pestañas, la nariz, sus labios bullones, húmedos, para huir de la peste a clembuterol metabolizado que también huye por la apertura de la camisa.
Me ahogas. –Siente su lengua hasta la tráquea pero él ni madres que hace caso, le astilla el esmalte de los dientes, la mordisquea.
Ay, perdón. –Una manaza abierta mata el brillo desmadejado del farol, la otra activa de un puñetazo los seguros de las portezuelas.
Cabrón –con un dedo más chico que la uña se soba el labio, le arde un buen pero de todos modos se lo muerde, no vaya a ser que la sangre se le trepe a la cabeza–, eres malo, lo hiciste a propósito.
Y si así fuera, ¿qué? –Le cae encima. El tiempo se satura de ansias, en el parabrisas se astillan hilachos de luz resignada.
Lo deja hacer. Pezones duros. Todo el vestido enrollado en el pubis.
Acierta incompetente y pegosteoso al imaginar las pantaletas de color y sabor perla, lo confirma con sus dedos empapados, le restriega el orgullo en la nariz, le concede un respiro.
Mira cómo me tienes –confiesa y recibe absolución–, toda cachonda. –Con los dedos de la mano izquierda se palpa la sangre del labio y con los de la derecha saca del Vuitton pirata el pañuelo que envuelve la Glock 26 auténtica.
Cuando el eco del disparo se apague y ella desaparezca, aparecerá la luz de las patrullas, antes no l