«Gilda»

Gilda

Marco Antonio Campos

– Marco Antonio Campos – Saturday, 24 Dec 2022 22:35Compartir en Facebook Compartir en Google

No hay tiempo que perder,

pues la fiesta ya va a acabar.

Enrique Guzmán, “Confidente de secundaria”.

 

 

Ah esa edad. Ah en esa edad. En esta edad trato de precisar el edificio de la secundaria donde estudiaba, esa suerte de exconvento color ocre el cual perteneció a las religiosas teresianas, y que el ministerio de Educación Pública habilitó en los años treinta como escuela. Unas veces lo recuerdo con agrado, otras, como un espacio claustrofóbico. La secundaria era –es– un rectángulo de dos pisos donde en medio estaba el patio, que podía servir de canchas de volibol (si Dios y el director querían). Luego de la entrada, por la calle de Goya, a la derecha, estaban la dirección y la subdirección, y a la mitad del pasillo la breve biblioteca, y al fondo del patio se encontraba el auditorio, el cual fue en un tiempo la Capilla Mayor, y donde alguna vez practiqué la oratoria, que ahora, con una sonrisa indulgente, recuerdo como un momento rocambolesco.

Pobre, feo, con el cabello indómito y los dientes irregulares, Pino Chávez fue con mucho el mejor estudiante entre nosotros de primero y segundo años y lo seguía siendo en tercero, mientras nosotros, con el despertar de la adolescencia pensábamos más en las muchachas, con quienes, por cierto, teníamos poco o nulo éxito, o simplemente nos dedicábamos, con menos fortuna que ventura, a los deportes. Pino era, como decíamos en el lenguaje estudiantil de quien estudiaba mucho, un “matado”. Impecable en la clase y en las tareas, admirábamos a Chávez, y al mismo tiempo nos causaba molestia y recelo. No era mal compañero, pero no había en él nada que resultara simpático. Para olvidarse, para crear paralelamente un mundo imaginativo que hiciera a un lado sus complejos y su resentimiento, se entregaba a los libros. Ya se le veía en la frente la ceniza como señal de la desdicha.

La historia que cuento ocurrió cuando cursábamos el tercer año de secundaria. Muchos estábamos secretamente enamorados de Gilda, una adolescente apiñonada, de cabello largo, tez hermosa, esbelta de cuerpo, que iba un grado menos que nosotros. Ese año entró directamente a segundo. Si nosotros tendríamos quince años, ella tendría catorce. Era la más atractiva de la secundaria. Nuestra timidez era tan grande, que, para parecer indiferentes, para no demostrar que nos encantaba, la denostábamos y, sin más prueba que su gracia y alegría, no la bajábamos de resbalosa. Si de por sí era inquieto y desconcentrado, yo me encontraba en las páginas de los libros de historia o de matemáticas el cuerpo de Gilda, la imaginaba desnuda, y tenía que simular la erección cuando el maestro me decía que me alzara y contestara su pregunta. No era difícil pensar que a otros les pasaba lo mismo. Al único que le confesé mi enamoramiento fue al Toro Reinoso, un nayarita muy simpático y buen amigo, pero pésimo alumno.

Para nuestra estupefacción, para nuestra irritación dolorosa, Pino Chávez, no sé por qué artes o estrategia, empezó a ver a Gilda a las horas del descanso. Se recargaban en la baranda de hierro del primer piso y se quedaban hablando hasta la vuelta al salón. “Pero si sólo sabe hablar de los maestros y de la escuela”, decíamos. No faltó quien quisiera pegarle, algo normal en las escuelas de gobierno, en las que cualquier pretexto es bueno para hacerlo. El Gallo Medina, que una vez se “descontó” a Chávez diciéndole que la dejara, fue suspendido una semana por el director, un autócrata de remedo, quien se creía iluminado por los héroes de la Independencia y de la Reforma. Medina se molestó porque a su regreso a clases le dije que era una cobardía pegarle a un indefenso. Terminamos a los golpes en Donatello, la calle arbolada que estaba detrás de la secundaria.

Para nuestra sorpresa, muy cerca del final de cursos, llegó un día un joven bien parecido y bien vestido a recoger a Gilda a la hora de la salida. Tendría tres o cuatro años más que nosotros. Tenía una vistosa motocicleta, algo a lo que ni en sueños guajiros, por edad o por dinero, podíamos aspirar. Empezó a ir a diario. Chávez ya no iba a hablar con ella al corredor poniente del primer piso. Parecía amarrado en el pupitre del salón. Ante el intruso, yo estaba lleno de envidia y rabia, aunque por mi timidez feroz, nunca, en ese tiempo, me acerqué a Gilda.

Una vez, cruzando la puerta de salida, me lo topé. Iba atildado, como era habitual, y buscaba con la mirada el momento de verla salir. De pronto por algo instintivo, subiéndoseme la sangre a la cabeza, le dije empujándolo: “¡No te me pongas enfrente, animal!” Se me quedó viendo retadoramente, pero en ese momento salió Gilda, e ignorándome, se fue con ella. Los vi alejarse en la motocicleta.

Casi todos los que la pretendían, pero no lo confesaban, me felicitaron por el acto, el cual después entendí era un signo mío de incapacidad de alcanzar lo que en el fondo anhelaba con toda el alma y sabía que no lo conseguiría. Gilda no presentó una acusación en la dirección, y fue un alivio, porque si algo me sobraban eran sanciones. Chávez seguía en el mutismo.

El novio de Gilda ya sólo la esperaba en el pequeño parque Goya, que es más una glorieta, o del otro lado, cerca de la iglesia de Santo Domingo, tal vez porque dedujeron que podíamos pegarle entre más de uno. Para nuestra sorpresa, Gilda a veces conducía la moto. A su vez, en la escuela, Gilda ya sólo platicaba en los descansos con las compañeras. Casualmente dos veces se encontraron en el patio nuestras miradas y en las dos su vista pasó de la calma a la furia. Me sentí como debe sentirse un perro apaleado o como un hombre perdido que no sabe con cuál pie se anda. En el patio –me parecía– dejaron de volar palomas y gorriones.

Con el paso de los días Pino Chávez se volvió más hosco, sombrío, y tuvo al final muy buenas calificaciones, pero no llegó a la excelencia.

En enero del año siguiente entré a la preparatoria pero me seguía viendo con el Toro Reinoso, quien sin dificultades había reprobado dignamente el último curso. En febrero me comentó que Gilda no se había inscrito en la secundaria y Pino Chávez no pasó el examen de admisión en la preparatoria.

Dos o tres meses más tarde, diciéndomelo en seco, el Toro Reinoso me informó que Gilda se había matado en una motocicleta en la curva de la pera de la carretera a Cuernavaca.

Iba con el novio.

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