En La Plaza México, ese viejo coso encantado, palpita con ritmo del tiempo de Manolete

Qué tiempos aquellos
José Cueli
En la piel de la Plaza México, ese viejo coso encantado, aún parece palpitar con ritmo del tiempo de Manolete, el reverso de su ruedo. Detrás de él se esconden estrechas, retorcidas y enlazadas, verónicas y chicuelinas de la afiligranada fantasía mexicana que duerme el eterno sueño de las leyendas lejanas de Lorenzo Garza y Silverio Pérez y El Calesero. La época de Armillita y Carlos Arruza, maestros en la lidia aquí y en España.

Reverso del ruedo empinado y angosto, silencioso y cincuentón, de rincones oscuros y siniestros, de paredes sicológicas tan justas que sólo dejan ver jirones del cielo azul mexicano y en el errar aborregado de sus nubes, líricamente luminoso que alumbró el toreo de la mitad del siglo pasado y lo que va de éste llenó de emociones a los aficionados con desconocidos ritmos de alegría y pasión y la mágica armonía de la luz y el color que le dejó Manolo Martínez, el ídolo indiscutible del inmueble.

Embrujador encanto de la Plaza México que guarda celoso su ruedo. El espíritu de los tiempos pasados y presentes aprisionado en la espalda de su arena que hacen surgir por las noches medrosos contornos fantasmales, evocadores del caminar único a los toros de Manzanares, la hondura de Paco Camino, la locura de El Cordobés, la elegancia aristocrática de Antonio Ordóñez y en la temporada que terminó la sequedad castellana de Joselito o el ondular de palmeras de Enrique Ponce y la bravura de El Zotoluco, y en medio de todo ello las broncas inenarrables del gitano Rafael de Paula.

Este viejo y silencioso ruedo marcado por las huellas de miles de pezuñas de toros y el correr de las mulillas al arrastrarlos a la carnicería, forjadoras de la cálida imaginación de los cabales y que este domingo sin toros aparecen y que el tiempo y las imágenes incluidas las dos reales envolvieron en hechizados ropajes de olés, encanto y tradición.

En la quietud bruja de la noche, que recibe la Primavera ilumina la espalda del ruedo con claridad de poesía y misterio y conserva inasibles e inatrapables los amores de los toreros y los que se dieron en los tendidos en los aficionados, enlazados a los capotes brujos. Ante la magia hechicera de tantas horas de leyenda, el ser parece despojarse de los lazos y las imágenes modernas televisivas de la vida actual y en su lugar cree ajustarse a los romances y lírica torera que quizás existieron o sólo fueron fantasías.

Viven a la luz del ruedo mientras el viejo reloj lejano en las alturas mueve las manecillas, lento y grave y dice al espíritu consejas de hechicería y misterio y teje la historia del coso con hilos encantados, incluidas las cornadas y muertes y el correr de sangre que le dio brillante color alumbradora.

En el ruedo, el tiempo parece dormido bajo el peso de los que se quedaron en su orilla, a pesar de faenas espléndidas de los hijos de los grandes –Capetillo, So-lórzano, Caleseros– y nunca llegaron a la cima, pero palpitan en sus rincones, en su cueva esmaltada de claveles arrojados por el mujerío. El espíritu del toreo renace en los domingos sin toros, con todo el esplendor y poesía en el reverso de su perceptivo ruedo que se queda, se quedó encantado con la lírica del toreo.

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