Alguien que me bese la cara: La narrativa de Mercè Rodoreda
Evelina Gil
Qué destartalado todo: hasta los santos, otrora preciosamente ataviados. La rodilla bajo la raída sotana, que alguna vez hilaran aterciopeladas manos, atacada por las ratas. De la virgen maravillosamente ataviada sólo queda una carita quemada que, borrada por una ráfaga, no deja lugar a la duda de su dulzura y magnanimidad… ah, y una flor de lirio de madera pintada que Cecilia reconoce florecida de sus propios dedos. La iglesia sigue de pie, aunque el techo esté a punto de desplomarse. Mientras recobra restos de su Virgen, que no sabe por qué se llama así, Cecilia experimenta el roce de unos dedos en su cabello. Sus ojos coinciden con los de un joven soldado que la contempla como perro vagabundo. Ella tiene doce años, pero parece mayor. Se retira sin aspavientos. Sólo la siguen aquellos ojos apaleados. Cecilia busca una cajita de zapatos donde guardar lo que queda de su Virgen. Ni quien se ocupe de acercarle rosas frescas a la pobre Virgen que, vaya incongruencia, también es Madre. Adriá Guinnart, el muchachito que hacía poco lucía tirabuzones de niña hasta que la guerra lo fuerza a raparse, se queda muy quieto ante otra cuyo putrefacto laurel más parece corona de espinas. Ese es sólo un aspecto de aquel mundo de castillos abandonados… tumbas de reyes y reinas que alguna vez celebraron festines… ríos por donde, cotidianas, se deslizan las Ofelias que también fueron princesas y hoy no tienen derecho ni a una tumba. Una que otra, antes de arrojarse –o ser arrojada–, se atrevió a coger una pluma, no menos maltrecha que su propia pureza, para increpar in extenso al amado. Doblando posteriormente la carta con tiento quirúrgico para introducirla, sin hacer ruido, en un sobre que lleva inscrito un domicilio en Italia… un palacio todavía habitado, rodeado de ríos por donde aún no se deslizan muchachas ahogadas.
Como pocas, Mercé Rodoreda detalló el proceso mediante el cual la inocencia quema entre las piernas… y lo hizo despistando a la censura; todo un logro. Imposible no asociar ese pragmático rostro femenino con los susurros y risitas perversas y lúbricas de niñitas habituadas a ahorcados y fusilados. Es la mirada en abismo de las fotos. Ojos que parecen grandes pero más bien son acaparadores, abarcadores, totalizadores. Y luego… la foto de infancia que linda el mal gusto: una bebita ataviada con joyas de hetaira. Futura esposa incestuosa de catorce años… futura autora de novelas cuyas protagonistas tienen en común preferir no casarse… que no quieren ser llamadas por otro nombre que no sea el suyo. ¿Está el tío-futuro esposo, Joan Gurguí, tras el obturador? La niñita disfrazada de hetaira, sin embargo, no dejará escapar la inocencia tan fácilmente: se aferraría a ella con toda el alma, por mucho que deseara los dedos de un muchacho enredándose en su pelo, prematuramente aperlado…¿será por ello que Mercè Rodoreda, como la huérfana Cecilia… como la indescifrable Aloma… como “la Colometa” de La plaza del diamante, son tristes y peligrosas y sólo piensan en escribir cartas para después quemarlas? ¿Y aquella otra niñita, Mariona, con quien el protagonista adolescente –único protagonista varón en la novelística de Mercè– de Cuánta, cuánta guerra, se ensaña como para templarse al fuego?
Niña y adulta: la inocencia y la malicia
MercÈ Rodoreda i Guirguí nació en Barcelona el 10 de octubre de 1908, predestinada a ser la más catalana entre los escritores catalanes, hija única de un modesto contable llamado Andreu que murió en medio de un bombardeo, siendo Mercè muy pequeña. Ese padre anónimo se convirtió en motivo de los primeros, precoces y muy numerosos poemas de la huérfana. Su madre, en cambio, tendría larga vida para tratar de meter en cintura a esa niña terrible que se negaba a desperdiciar su tiempo en coser y cantar. Niña solísima, tuvo sólo un amigo: su abuelo materno, Pere Gurgui i Fontanillas, que en lugar de cuentos de hadas le inventaba historias de santos que sufrían martirios desmedidos que, lejos de hacer que la pequeña Mercè se tapara la cara con la sábana impoluta –las sábanas suelen ser impolutas en tiempos de guerra– la hacen brincar expectante. De niña y de adulta. Como Cecilia, cubriendo de fascinado vaho el espejo que le devuelve su reflejo. Maravillada e iracunda como la hermanita de Adriá Guinnart, a la que en medio de un berrinche le estalla una vena del cuello. Adriá ve morir a sus tres hermanitas en distintas circunstancias, coleccionándolas como muñecas. Como con Mariona. Terror a las muñecas. Primera menstruación que coincide con la primera bomba. Inocencia y malicia, explosiva emulsión que dirigió no sólo la pluma de la escritora que iba al cine a ver películas de vaqueros, también sus arriesgados amores. No se conformó con escribirles a amantes imaginarios. Casó con el tío que no resultó tan ducho para narrar cuentos en la cama como el abuelo Pere, aburriendo bien pronto a la niña… estando ya preñada del que será su único hijo, Jordi. La literatura contribuyó a que sobrellevara su aburrimiento de ama de casa. Por entonces empezó a escribir para diversas revistas y completó cuatro novelas que se encargaría de destruir con la piromaniaca ansiedad de sus heroínas, lo mismo que una casi mítica obra de teatro.
El “pecado” de Aloma
Aloma, novela de espíritu un tanto gótico –nada raro en vista de su declarada admiración por Lovecraft y Poe–, narra las desventuras de la chica, aludida en el título, que vive en una vieja casona con su veleidoso hermano mayor, Anna, la sufrida esposa de éste y el pequeño hijo de ambos. Esa casa es todo cuanto tienen. Esa casa y el pequeño Dani, que cierto día enferma misteriosamente. Tras la cruenta Guerra Civil están a punto de perder ambos, casa y niño, y es justo entonces cuando llega de Argentina el hermano mayor de la cuñada de Aloma, llamado Robert, por quien, de entrada, la muchachita no experimenta siquiera el estremecimiento de Cecilia al sentir el toque de los ojos del soldado adolescente. Hasta que le da la mano. El “pecado” de Aloma es desear a Robert sin estar enamorada de él, sin tratar siquiera de convencerse de que lo ama. Incapaz de mentirse a sí misma. Pudiera decirse que pudo haber sido Robert o cualquier otro, como insinúa el tosco Cabanes, viejo malicioso que, al tiempo que se compadece de la soledad de la muchachita, detecta los anhelos de su abandonado cuerpo, inmerso en la maternidad ajena de un niño moribundo. Pese a su ingenuidad y a una educación estricta y religiosa, Aloma sucumbe al primer beso… desde el primer beso de los labios del enigmático Robert. El exagerado dramatismo que rezuma la pérdida de la virginidad de Aloma se atenuará conforme descubra que hay cosas mucho peores que sucumbir al placer… como cuando visita a una amiga que se burla del novio al que pretenderá hacerle creer que es virgen, mientras se prueba su impoluto traje de novia… y una examante de su hermano que se rehúsa a devolverle el anillo con que puede salvar la casa familiar… mismo con el que Joan, hermano de Aloma, compra la virginidad de aquella chica. Ni tú ni yo: Aloma pierde el anillo, pierde su casa, pero se rescata a sí misma.
La plaza del diamante: la gran novela catalana de la posguerra
MercÈ, contrario a Aloma, que no se atreve ni a mirar a los árboles, no parece haber experimentado culpa alguna por su sexualidad si nos atenemos a sus datos biográficos. Se divorció de su primer marido en 1937, época en que las divorciadas eran muy mal vistas, y se afilió a la Comisaría de Propaganda, órgano mediante el cual se difundía y conservaba la cultura catalana en tiempos de la Guerra Civil, si bien su labor no parece haber sido muy comprometida. Dos años más tarde se exilió en Francia, dejando a su hijo a cargo de su madre, detalle que indica no mucha abnegación: eran los niños a quienes se les enviaba a otros países para ponerlos a salvo. La escritora permaneció corto tiempo en los arrabales de París, pues al poco se suscitó la invasión alemana y huyó con rumbo a Ginebra, donde conocería, en un castillo, al que sería su compañero sentimental, con quien no se casaría nunca, el crítico literario Joan Prat. Fue en esta ciudad y durante su relación con Joan que escribió la que para muchos críticos es su obra maestra: La plaza del diamante, considerada además la gran novela catalana de la postguerra.
Como Aloma, Natalia, la protagonista, es una mujer sumisa en apariencia, tanto, que se somete al capricho del marido de cambiarle el nombre por “Colometa”, “palomita” en catalán. Pero Natalia se rebela, apenas finalizar la guerra. Su primer acto de rebelión es exigir a quienes la llaman Colometa que se refieran a ella como “Señora Natalia”. A diferencia de otras novelas de protagonista femenina, La plaza del diamante es un monólogo interior que nos permite acceder de primera mano a los sentimientos, sensaciones y emociones más íntimos de Natalia, recurso que Mercè no hubiera arriesgado más joven. Sólo Cuánta, cuánta guerra supera en brutalidad a La plaza del diamante, ambas impregnadas por el hedor de la sangre y la pólvora y el reguero de cadáveres.
Cuánta, cuánta guerra: el cruel realismo mágico
En 1972, tras la muerte de su amado Joan, Mercè retorna a Cataluña donde concluiría su ambiciosa novela Espejo roto y una colección de relatos. Su última novela fue precisamente Cuánta, cuánta guerra, escrita en 1980, que presenta atisbos de realismo mágico o, en todo caso, un realismo mágico muy catalán, muy cruel, vacío de presencias angélicas pero lleno de muertos de dentaduras cariadas, asesinos que engullen un banquete ante las piernas abiertas de una joven violada y asesinada y un ahorcado que se enoja por haber sido descolgado. Por esta obra insólita en su bibliografía, Mercè Rodoreda recibió el Premio de Honor de las Letras Catalanas. La “persecución de los fans”, a decir de la escritora en una de sus últimas entrevistas, no la conoció sino hasta pasados los setenta años, en los que empezó a dejar de contestar el teléfono para que la dejaran trabajar. Se encontraba escribiendo una novela que se publicaría póstumamente bajo el título La muerte y la primavera, en 1985, cuando la muerte la sorprendió, en 1983, a los setenta y cinco años de edad. Al parecer ignoraba que los achaques que padecía eran producto de un cáncer.