Estoy marcado por mi segundo nombre «Pele», al futbol, a los mundiales, a Brasil

(1940-2022) Pelé y mi segundo nombre

Gustavo Ogarrio

Estoy marcado por mi segundo nombre, el cual me une irremediablemente al futbol, a los mundiales, a Brasil y a Pelé. Esto a pesar de que he atravesado por largos períodos de profundo desánimo e indiferencia hacia el futbol, por
no decir que ya he perfeccionado un escepticismo crónico. Mi segundo nombre siempre me recuerda esa marca mundialista del año en que nací, la atmósfera de algo que bien podría decir es una “reminiscencia construida”, que no me pertenece como experiencia adquirida directa y conscientemente pero guardo como si fuera absolutamente cierta y mía; me hace sentir que tengo recuerdos vividos de jugadas, goles, celebraciones que no vi en su momento, ni en vivo ni a distancia. Pelé –levantado por Jairzinho con su número 7 en la espalda– con el puño en alto, gritando y mirando a la cámara; el pase de Pelé a Carlos Alberto para el cuarto gol de Brasil en la final ante Italia; los anuncios en el Estadio Azteca: Cinzano, Canadá, Selecciones… momentos que se han quedado en una zona intermedia del pasado, en el fetiche del Mundial de 1970 con todo y sus imágenes en revistas, diarios y ahora en internet, evocaciones casi en cascada, a través de los años, enlazadas siempre a mi fecha de nacimiento y a mi segundo nombre.

Nací cuatro días antes de que comenzara el Mundial de 1970, el miércoles 27 de mayo. El domingo siguiente, 31 de mayo, iniciaría la justa mundialista con el partido entre México y la Unión Soviética, que empatarían sin goles. El presidente homicida de estudiantes en México, Gustavo Díaz Ordaz, recibiría una rechifla cuando quiso dar por inaugurado el Mundial. En esta competencia se estrenaría el sistema de tarjetas para amonestar o expulsar jugadores, los partidos se transmitieron a color por primera vez y se generó el primer reglamento de sustitución de jugadores por razones tácticas y no sólo por lesión o imposibilidad física (esto último se venía ya aceptando en años anteriores). En perspectiva histórica, el Mundial de 1970 en México representó un cambio bastante drástico en el futbol, no sólo por los cambios de jugadores y las tarjetas o por la televisión a color, todavía conservaba algo de su impulso estrictamente popular, pero su nivel de sofisticación comercial ya se desplegaba a través de la gran figura de este Mundial: Pelé. El jugador número 10 de Brasil que brillaría como nadie antes lo había hecho, atrapado en ese encantamiento mediático resultado de la articulación entre la imagen del jugador popular de origen humilde (cuenta la leyenda que Pelé, siendo niño y viendo llorar a su padre cuando Brasil perdió el campeonato de 1950 ante Uruguay, le juró que ganaría un Mundial para él) y la promoción de su figura en una dimensión internacional nunca antes vista. El símbolo Pelé aterrizaba en México como un huracán de murmullos y expectativas. Su nombre completo y verdadero, Edson Arantes do Nascimento, era motivo de precisiones y simbolizaciones sobre el origen de aquel jugador que venía decidido a conquistar para sí y para Brasil su tercer Mundial y quedarse definitivamente con la Copa Jules Rimet. Pelé y su sobrenombre de batalla fueron el hierro magnético del Mundial de 1970. Muchas personas fetichizaron su imagen e inauguraron la costumbre de bautizar a sus hijos con el nombre del ídolo en turno. Mi padre y mi madre así lo hicieron, intuyo que también como una manera de atraer la buena suerte, como resuena en la definición de “fetiche”. Estoy marcado por mi segundo nombre que es una paráfrasis de aquel mundo que surgió con el último Pelé, el de la madurez de una forma de jugar al futbol siempre sorprendente, nigromancia acumulada en los pies envuelta en un tiempo casi fabuloso, casi imposible de evocar en su nitidez cromática de velocidades futbolísticas ahora incomprensibles; el Pelé del tercer campeonato del mundo ganado en México en el año de 1970. Como Pelé, también me llamo Edson.

 

II

Nunca vi jugar a Pelé pero puedo decir, con cierto pudor inexplicable, que he visto jugar a muchos de los mejores de una época: Maradona, Hugo Sánchez, Cabinho, Muñante, Gatti, Riquelme, Enzo Francescoli, Gregorz Lato, Schuster, Platini… Sin embargo, pude seguir a Pelé a distancia en sus últimos años, por televisión y a través de notas en los diarios deportivos que mi papá leía y comentaba, en una brumosa memoria de infancia apenas recordada. Pelé fue a retirarse al Cosmos de Nueva York y su vida futbolística fue el motivo de una de las primeras historias paradigmáticas de una nueva manera de concebir la relación entre capitalismo y futbol. Pelé y el exilio de oro de un jugador que fue contratado para impulsar a una liga de futbol naciente, como era la de Estados Unidos, con un sueldo estratosférico; la “economía política de un signo”. Marcas comerciales, vida personal, impacto mediático y mercado capitalista del futbol a gran escala se enlazaron en Pelé de una manera inédita hasta entonces. Lo que yo podía entender es que detrás de esta redención económica y emocional del mejor jugador del mundo había una soledad brutal: Pelé se iba quedando sin futbol, sin el encantamiento que durante veinte años sostuvo en el terreno de juego.

Pelé nunca había jugado en un equipo que no fuera el Santos de Brasil. En 1959, después de haber ganado su primer Mundial en Suecia a los diecisiste años, Pelé estaba dispuesto a ir al Real Madrid; dijo en ese momento que era un profesional y que jugaría en el equipo que le ofreciera más dinero, que incluso podía nacionalizarse español. Santiago Bernabéu, presidente en ese entonces del Real Madrid, pensó que Pelé sería el gran relevo de Alfredo Di Stéfano, pero finalmente le pareció que Pelé todavía estaba algo inmaduro para ir al “mejor equipo del mundo”.

Durante la década de los sesenta del siglo XX, la gran década de Pelé como jugador, el 10 de la selección de Brasil se negó sistemáticamente a considerar cualquier oferta para jugar en algún equipo fuera de su país y lo argumentaba de la siguiente manera: “Yo tenía mis razones: en pocas palabras, me encantaba el arroz con frijoles que hacía mi mamá, me sentía cómodo y feliz en mi país. Mi mamá y papá vivían a pocos metros de nuestra casa, la temperatura siempre era de 25 grados y la playa era estupenda.” Así como había jugadores que decidían quedarse a jugar en “el equipo de toda la vida”, en su país, en su ciudad o en su barrio –y Pelé fue uno de ellos–, también empieza con él la globalización económica del futbol. La nueva era de capitalización del balompié comienza a generar una movilidad de jugadores nunca antes vista y Pelé es sin duda la figura inaugural de este proceso. Pelé llega al Cosmos de Nueva York en 1975. También van a este “cementerio de lujo” jugadores como Franz Beckenbauer, Giorgio Chinaglia, el mismo Carlos Alberto, compañero de Pelé en Brasil, entre otros. Steve Ross, magnate estadunidense, junto con un grupo de empresarios entre los que se contaban algunos dueños de Atlantic City Records, crearon en 1971 el equipo de futbol que “necesitaba” la ciudad más cosmopolita del mundo: Nueva York. Pelé se había despedido del futbol en 1974 con su equipo de toda la vida, el Santos, sin sacrificar los arroces de su madre ni la cercanía con el paraíso. En un año, Ross y compañía armaron la contratación y la llegada de Pelé a Estados Unidos. Si el Mundial de 1970 había significado para el 10 de Brasil la divulgación de su imagen a nivel masivo e internacional, su contrato con el Cosmos fue una operación de mercado todavía a mayor escala. Camisetas, botines de futbol, toda una línea de ropa deportiva, colonia y lociones, crema de afeitar, derechos de transmisión televisiva, todo esto dirigido al mercado de consumidores más grande del mundo en ese momento: los Estados Unidos de América.

Pelé se retiró definitivamente el primero de octubre de 1977 en un encuentro entre Santos de Brasil y el Cosmos de Nueva York, su primer equipo y el último. Pelé jugó medio tiempo con cada uno. Después vino el silencio eterno del nunca más ante el balón: “He muerto un poco, pero la vida sigue”, declaró Pelé, lacónico y hasta cierto punto satisfecho por la vida futbolística más plena jamás imaginada hasta ese momento.

III

Los ídolos no se escogen, se imponen. A mí me impusieron ídolos algo pedestres y que siempre me generaron un rechazo en sus declaraciones y posiciones políticas o en el “manejo de su imagen”. Pelé… pero también Hugo Sánchez en la época de esplendor de los Pumas. Quizás el ídolo más benévolo que tuve fue Cabinho. Un ídolo siempre es, potencialmente, una caja de pandora y eso parece parte del juego entre futbol y espectáculo. También me hubiera gustado que mi segundo nombre tuviera algo más que ver con Pelé. Admiré a Pelé un poco a escondidas, sin las absurdas canonizaciones que hoy se usan (“el más grande de todos los tiempos”) para establecer esa competencia simbólica a la que es tan adicta el mercado neoliberal del futbol. Sin embargo, conforme crecía y seguía mundiales y me desencantaba del futbol, Pelé se me iba revelando como una figura que fui rechazando sin concesiones. En algún documental se muestra que Pelé no quería ser Pelé y también el silencio y sumisión que guardó ante la dictadura en Brasil que comenzó en 1964. Ahora pienso: quizás yo tampoco quería ser Edson, pero tuve la buena suerte de que fue mi segundo nombre y que ahora, conforme pasan los años y las nuevas generaciones de espectadores olvidan a Pelé, se disuelve su significado. Quizás, en algún momento de nuestras vidas, nadie quiere ser lo que es.

Hace poco tiempo que se dio mi ruptura definitiva con la figura de Pelé. El tricampeón del mundo usó mi segundo nombre para divulgar que le regaló una camiseta firmada del Santos al expresidente de Brasil, Jair Bolsonaro: “Al presidente Bolsonaro, con un abrazo, Edson Pelé.” La tristeza de los ídolos y sus simpatías fascistas. Llega un momento en que los ídolos van a un cementerio de equívocos y decepciones, incluso aunque no hayan muerto.

La imagen y el nombre de Pelé estuvo presente en los partidos que disputó Brasil en el Mundial de Qatar. Sin embargo, la selección verde-amarela fue eliminada por Croacia, en penales. El partido tuvo un dramatismo muy particular: el estado de salud de Pelé, de ochenta y dos años, se agravaba. No pudieron dedicarle los jugadores brasileros a Pelé la Copa del Mundo de 2022. Pelé murió el pasado 29 de diciembre: mi segundo nombre se quedó sin su fetiche.

Nunca vi jugar a Pelé, pero mi padre cuenta que él sí lo vio en un torneo pentagonal internacional, en un partido entre el Santos de Brasil y el América y que ganó el equipo brasileño por goleada, 5 a 0, con dos goles de Pelé, esto en el Estadio de CU en 1959; se podían escalar las piedras del recinto para brincarse a las gradas sin pagar boleto cuando se agotaban las entradas.

Sin embargo, pienso que me hubiera gustado despedirme de Pelé como lo hizo el escritor António Lobo Antunes de Frederico Barrigana, el portero que fue su ídolo en la niñez. Lobo Antunes tampoco vio jugar en vivo a Barrigana, solamente lo seguía a través de los diarios y de las crónicas radiofónicas de sus partidos: “El dolor de no haber presenciado nunca un solo partido del gran Frederico Barrigana me acompañó toda la vida.” Un día en Angola, en 1973, en plena guerra a la que Lobo Antunes había sido enviado como médico, al pasar por un campo de futbol en un “intervalo de dramas guerreros”, vio a “un hombre de cierta edad, calvo y barrigón, pateando con ropa deportiva a la meta defendida por un mulato con raya abierta a navaja en la maraña de rizos de su pelo”. Algunos niños le gritaban a Barrigana. Lobo Antunes, “incrédulo, después extasiado”, presenció las enseñanzas futbolísticas del portero retirado a los críos de la guerra: “poseído por un espíritu misionero y de una devoción pedagógica que me transportaron y enternecieron… Nunca lo admiré tanto como ese día”. Uno debería tener el derecho de destruir conscientemente la imagen de sus ídolos, de verlos patear el balón en la soledad de la guerra… en el ocaso de todas las vidas.

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