Legado y enseñanzas de Fernando Curiel

Promoción y difusión cultural: Legado y enseñanzas de Fernando Curiel

Marco Antonio Campos

Remembranza de la persona y homenaje al trabajo de un gran promotor cultural y funcionario incansable de la UNAM, Fernando Curiel (1942-2021), escritor versátil, catedrático universitario, maestro en Letras, doctor en Historia de México y merecedor de múltiples premios, entre otros, el Xavier Villaurrutia, José Revueltas y Nacional de Biografía, José C. Valadés.

 

Hace un año y meses murió Fernando Curiel. Lo conocí en 1973 cuando, invitado por la maestra Eugenia Revueltas, entré a trabajar como jefe de redacción y editor de los libros de Punto de Partida en el Departamento de Talleres, Conferencias y Publicaciones Estudiantiles. Apenas nos tratamos en esa década. Cuando en 1981 se designó rector a Octavio Rivero Serrano la maestra me recomendó con Curiel para que yo la reemplazara. El licenciado Curiel, como se le decía entonces, aunque en corto nos tuteábamos, me llamó y me ofreció el puesto sin ningún signo de suficiencia de que me estuviera haciendo un favor. Fue un golpe de suerte. Como he dicho otras veces, con esa designación Curiel me cambió la vida. De otra manera hubiera seguido como un apagado Jefe de Redacción, con un magro sueldo, eso sí, con mucho tiempo para leer y escribir.

En ese entonces Curiel era increíblemente activo y te obligaba denodadamente a seguirlo. Recuerdo que la primera vez que llegué con mis modestas propuestas a su despacho de la entonces Dirección de Difusión Cultural de la UNAM me dijo: “No,
no, debemos tener actividades en las preparatorias, en los CCH, el Chopo, Minería, Casa del Lago…” A mis treinta y dos años también me sobraba energía. No sólo eso: me di cuenta con el paso del tiempo que, estando en la UNAM, se tenía a México, o para precisar más, se podía negociar con facilidad con las universidades del interior de la República. Una vez al mes nos reuníamos en una salón de Difusión Cultural los directores y jefes de departamento. Estaban: Eduardo Lizalde en Casa de Lago; Juanita Perujo, en Minería; Ángeles Mastretta, en el Museo del Chopo; Luis de Tavira, en teatro; Carlos González Morantes, en cine; Raúl Cosío, en música… Eran sesiones muy agradables. Yo me sentaba junto a Eduardo Lizalde y nos divertíamos mucho.

 

“…así son las cosas”

En junio de ese 1981 Curiel me mandó llamar a su despacho. Iba a venir Jorge Luis Borges a la sala Carlos Chávez del Centro Cultural. Borges acababa de estar en el Festival Internacional que organizó Homero Aridjis en Morelia. Me preguntó si quería acompañarlo para dialogar con él. Me sorprendí. Era una oportunidad única, un gran honor. Esa noche invitamos a la mesa a María Kodama, la fiel compañera, a quien había conocido en noviembre de 1978, cuando vino con Borges para sostener tres diálogos con Juan José Arreola, o más bien, a sostener Arreola diálogos consigo mismo dejando a veces hablar a Borges. Esa noche Fernando y yo entrevistamos a Borges sobre temas dispersos. Bernardo Ruiz sacó decenas de fotos. Al final el poeta Francisco Serrano pidió a Borges que leyera su soneto al filósofo Spinoza. Fue extraordinaria la experiencia de estar en público con Borges y nunca dejé de agradecérselo a Fernando. Ese año, con su venia, organizamos la UNAM y Bellas Artes el primer encuentro de jóvenes escritores, que se sucedería cada año, y empezamos a multiplicar los libros colectivos de Punto de Partida, que era un proyecto muy bello. Ese año, también gracias a Fernando, lo he dicho numerosas veces, aprendí las bases de lo que haría en el futuro en la promoción literaria. Siempre he pensado que la gestión artística le era a Fernando del todo consustancial. Era en eso un vendaval de ideas.

Al final de 1981, ante la sorpresa de todos los directores y jefes de departamento, nos dijo que renunciaba. Le pregunté por qué, me parecía absurdo, descabellado, en todos los años que yo había estado en Difusión Cultural nunca había visto tanto trabajo. Contestó vaga, elusivamente, como él solía hacerlo en casos semejantes, y me dijo algo como: “Qué quieres, así son las cosas”. Era obvio que tenía grandes desacuerdos con el Coordinador de Extensión Universitaria, Alfonso de María y Campos.

La renuncia fue un desastre para Difusión Cultural. En vez de promotores fogueados llegó una cuerda de ingenieros químicos, de medio pelo para abajo, encabezados por el nuevo director, Fernando Galindo, quienes llegaron a Difusión a presumir involuntariamente su ignorancia. Debo decir en honor a Alfonso de Maria que, aunque buscó correrme el ingeniero Galindo, mejor conocido en los corrillos como el Cavernario Galindo, pero sin el físico del luchador, él me sostuvo. Eran famosas las anécdotas del ingeniero. Una vez le presenté el plan de trabajo y volvió a llamarme y me preguntó qué cosa era ésa de meter talleres literarios en un proyecto. Eso no tenía que ver con la cultura. ¿Cómo? ¿Talleres?

Una de las pocas veces que vi a Alfonso de Maria en su gestión le dije que yo no iba a darle la espalda a Fernando Curiel y que cuando se presentara la ocasión lo programaría; me dijo que no tenía nada contra el antiguo colaborador. Curiel apreció mi actitud.

Durante los tres años siguientes, Fernando estuvo casi un año en Nicaragua y trabajó con Gerardo Ferrando en la delegación Venustiano Carranza. Yo era un tolerado en Difusión Cultural, y ya tenía que soportar como jefe a un abogado de nombre Alejandro D’Antugnano, que había sido compañero mío en la Facultad de Derecho, y que trataba de mostrar su triste autoridad. Debo decir en pro de los advenedizos que, aunque no sabían nada, aunque se esforzaban por entender, me dejaron desarrollar proyectos y me dieron recursos para el trabajo en la capital y en la provincia.

Todo hacía parecer que Octavio Rivero Serrano se reelegiría a finales de 1985, pero en el último momento la Junta de Gobierno –¿o sería primero tal vez un telefonema desde Presidencia de la República?– se decidió por Jorge Carpizo. Sentimos que había terminado la pesadilla, y así fue. La elección tomó de sorpresa a todo el equipo de Rivero, tanto al académico como al cultural. Recuerdo como si fuese hoy la entrada sonriente de Curiel a las oficinas de Difusión Cultural que había ocupado, pero ahora le tocaba más alto: como Coordinador de Extensión Universitaria. Curiel solía ser vengativo. Esa vez iba feliz, como si saboreara la venganza que le caía sorpresivamente en las manos. Creíamos que no llegaría a las oficinas Alfonso de Maria y Campos, pero llegó, y desconcertado, entregó institucionalmente el puesto.

En los años anteriores siempre acababan peleados el Coordinador de Extensión Universitaria y el Director de Difusión Cultural. Curiel unió ambas instancias. Fue tan buena la decisión que treinta y seis años después la unión en una sola se conserva.

El último ateneísta

Una tarde de diciembre de 1985 Curiel me mandó a llamar. Había reestructurado algunas áreas. Entre ellas, había creado la Dirección de Literatura y me la ofreció. Integró a Literatura lo que era la Unidad Editorial y el departamento de Voz Viva de México.

Nuestras relaciones con Bellas Artes, la UAM y Relaciones Exteriores eran magníficas. Toda cosa de relevancia la hacíamos juntos. Importó mucho que en Bellas Artes estuvieran Víctor Sandoval, Saúl Juárez, Margo Glantz y Felipe Garrido; en la UAM, Jorge Ruiz Dueñas y Evodio Escalante, y luego Luis Hernández Palacios y José María Espinasa; en Relaciones Exteriores, para los encuentros internacionales, Luz del Amo, Daniel Leyva y Jorge Valdés Díaz-Vélez. En la Dirección de Literatura tenía como colaboradores a Jorge Von Ziegler, José María Espinasa, Eduardo Vázquez Martín, Laura González Durán, Alejandro Toledo. Desgraciadamente había renunciado la encantadora Mariela Cuervo, que fue mi mano derecha los primeros años.

Curiel, en su segundo período, se portó magníficamente: todo proyecto me lo aceptaba, entre otros, dos que siguen vigentes: El Encuentro de Poetas del Mundo Latino y el Periódico de Poesía, que modestamente fueron ideas mías. Ideas que nacieron en 1986 y aún continúan, pese a temporadas de sequía. Otro proyecto que me aprobó, y del que me siento orgulloso, fue la colección de crítica literaria de los siglos XIX y XX cuyos quince libros fueron elegidos por José Emilio Pacheco, Emmanuel Carballo y Evodio Escalante. La colección se hizo en coedición con la Universidad de Colima. No puedo olvidar que asimismo, en esos años, teníamos como UNAM en Ciudad de México treinta talleres de poesía, narrativa, crónica y ensayo. Sin la aceptación de Curiel eso no se hubiera hecho. Un punto y aparte: en junio de 1986 el INBA y la UNAM organizamos el primer gran homenaje a Jaime Sabines por sus sesenta años y fue apoteósico el día de su lectura en la capilla del Palacio de Minería. Fue la primera vez, creo, que se vio lo que empezaría a ser el fenómeno Sabines. Carlos Monsiváis, que no pudo entrar por la multitud, comentó que nunca había visto una cosa así. Curiel era mi jefe inmediato, pero también empezamos a ser muy buenos amigos. Y vino el conflicto del CEU.

Yo, a la verdad, cada vez estaba más cansado y sentía que debía cambiar de aires. En marzo de 1988, gracias a Luz del Amo y a Carmen Tahueña, de Asuntos Culturales de la SRE, pude irme como Lector a la Universidad de Salzburgo y después a la Universidad de Viena para dar clases de Historia y Literatura Mexicanas. Fue el adiós a la Dirección de Literatura. Afortunadamente llegaría en 1989 a Literatura, al término del mandato de Fernando Curiel, ese caballero y amigo impecable que es Hernán Lara Zavala y luego Ignacio Solares.

Como dije al principio: primero, al ascenderme, segundo, al enseñarme que en un puesto era dable, sobre todo con voluntad y energía, realizar múltiples actividades, y tercero, al permitirme, sobre todo por las actividades literarias, conocer el país, Fernando Curiel Defossé me cambió entonces la vida. Cuando recuerdo aquellos años del 1981 a principios del 1988, no puedo dejar de pensar que fue uno de los gratos periodos de mi vida. Él y Víctor Sandoval, de distinto modo, fueron mis maestros y amigos en la promoción cultural. Y eso no tengo con qué agradecérselo a Fernando Curiel, el último de nuestros ateneístas. Y eso nunca he dejado de agradecérselo.

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