Luis Cernuda y Pierre Reverdy: la estética del éxtasis
Enrique Héctor González
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Contrariamente a lo que sucede con cualquier otro tipo de construcciones de paso, los puentes entre dos autores suelen ser de un solo sentido: lo que uno escribe incide en el trabajo del otro, pero no al revés. Por profunda que sea la amistad o la coincidencia estética entre dos poetas, resulta sumamente improbable el intercambio de influencias. Lo que ocurre casi siempre es que la obra de uno deje huella en la del otro, y que la parte pasiva de la transacción (si entendemos por pasiva la esmerada asimilación de una obra y por transacción el diálogo de lecturas) no ejerza, por lo menos con idéntica intensidad, algún influjo que signifique algo relevante para quien, consciente o inconscientemente, ha acreditado su naturaleza de acreedor.
En el caso presente no parece haber excepción a la hipótesis. Es indudable que Luis Cernuda (1902-1963) fue permeable, en lo que se refiere a la teoría y a la práctica poéticas, a las ideas y la obra de Pierre Reverdy (1889-1960), y que éste, en todo caso, no acusa los efectos de ningún tipo de deuda con el escritor español. En un breve texto que, como contribución al homenaje que el Mercure de France dedicó a Reverdy en 1962, Cernuda escribió a propósito de su muy personal apreciación de la obra del francés, no dejó de subrayar su admiración por el rigor espiritual y la pureza ética del autor de Los naufragios del cielo, festejando que la característica suntuosidad formal y conceptual de la poesía francesa no se manifieste en una obra que desdeña la retórica: su poesía es carne y alma, conjunción de cuerpo y espíritu, un homenaje, a menudo en frases yuxtapuestas, a la vida como tal: “Ya no cae la lluvia/ Cierra tu paraguas/ Que vea tus piernas/ abrirse al sol.”
El aspecto en que se cifra el reconocimiento de Cernuda no deja de ser revelador. Si la influencia no fue recíproca, de todos modos supone insoslayables coincidencias que la hicieron posible: “El sol, mi dios, la noche rumorosa,/ la lluvia, intimidad de siempre,/ el bosque y su alentar pagano,/ el mar, el mar como su nombre hermoso,/ y sobre todo ello,/ cuerpo oscuro y esbelto,/ te encuentro a ti, tú, soledad tan mía.” Al igual que Reverdy, Cernuda es un poeta de esencias vivas, un poeta reflexivo que, al mismo tiempo, es ensayista y crítico de poesía, un poeta de irrenunciables principios éticos en lo que se refiere a su conciencia creadora. Si la obra del andaluz, según afirma Paz, es una exploración de sí mismo, la importancia que Reverdy concede a la fundamentación de una estética literaria a partir de la inmersión en el espíritu del autor y de su época, denuncia una preocupación semejante por lo que es y dice su propia creación, por la manera en que su pensamiento cumple los axiomas en que se basa su proceder poético y no al revés. He ahí la clave: ambos poetas son eso ante todo, autores cuya reflexión es poética en sí misma porque ese es el origen verdadero de sus ideas, y de la intensidad verbal de lo que escriben deriva su manera de ver el mundo, que de ninguna manera proviene de prevaricaciones previas y ajenas a lo poético. Su crítica nace de su creación.
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Para alcanzar ese nivel de autonomía literaria, por llamarla de alguna manera, tanto Reverdy como Cernuda indagaron el árbol genealógico de su tradición, conocieron el papel fundamental que el simbolismo desempeñó en el desarrollo de la poesía moderna en Occidente y meditaron, teórica y poéticamente, en el ser de la escritura. Quizá más en el transcurrir que en el ser: ambos son también poetas del tiempo. En Cernuda o, para ser más precisos, en el Cernuda de Perfil del aire (su primera colección de poemas, con ese título tan sugerentemente cubista que luego
el poeta cambió por el distante y neutro de Primeras poesías), libro que, según el propio poeta, revela mejor la deuda con Reverdy, la reflexión sobre el tiempo predomina con la conciencia de que no sólo la “edad mudable” y el “primer placer”, sino la vida misma, son materia del tiempo implacable que, como la luz, “lívido escapa”. “En vano resplandece el destino”, dice, pues ya el olvido “abre sus desnudas estancias”.
Como asunto central de su trabajo poético, el tiempo para Reverdy es una revelación instantánea y el poema “una organización verbal de relaciones temporales”. Es evidente que la atención al elemento del devenir no agota el contacto entre ambos poetas, ni tampoco es exclusiva de estos dos autores, quienes sin duda la compartieron, para no ir muy lejos, con el cónclave surrealista; sin embargo, el hecho de que la meditación sobre el asunto de lo temporal protagonice con alguna frecuencia los poemas de Cernuda y Reverdy no parece circunstancia casual.
En el poeta francés, antes que predominar la obsesión del tiempo fugitivo, que nos abandona como el día a la lámpara que defiende “el recinto con sus fuerzas ligeras”, ocurre más a menudo la apropiación del tiempo estático, del instante: “Campana vacía/ Pájaros muertos/ En la casa donde todo se adormece/ Las nueve/ La tierra se queda inmóvil.” Por cierto que en el Cernuda de la madurez el tiempo oficia también de acorde o fusión con el instante y la contemplación resulta revelación del tiempo en las cosas, pero la imagen –diríase casi, la confesión– que alerta los poemas del primer libro de Cernuda es la del devenir que hurta “alma y vida” y hace que el poeta se refugie en una clara, unánime, irrenunciable vocación de “amor y olvido”.
El poeta secreto, marginal, de intensidad interior que es Reverdy, yuxtapuesto, independiente como las reticentes imágenes de su poesía, alejado del establishment cultural de su país, es el que verdaderamente sedujo a Cernuda, quien se identificó, en su naturaleza de exiliado, con el destino ajeno a cualquier tipo de reconocimiento del poeta francés, condición que da sentido y singularidad a una obra que confirma en el autor español la idea de que “Francia no tiene poetas sino a pesar suyo”. El recelo vital y estético de Reverdy tiene que ver, quizá, con la “desnudez ascética” que Cernuda celebra en su transparencia moral, lo mismo que con la “simplificación al máximo de los elementos del poema” –que el crítico Manuel Ulacia reconoció en su momento como manifestación de la “pureza espiritual” reverdyana– en la obra del poeta sevillano, afinidad que define mejor la reserva de ambos escritores que la veta cubista observada por la crítica en Reverdy.
Sea de esa naturaleza el paralelismo, o incida en la tesis del purismo poético inevitable del primer Cernuda (idea insoslayable porque, cuando se empieza a escribir, es difícil no ceder al hechizo de las pasiones estéticas de la época), lo cierto es que la concisión de la imagen y una percepción de tipo instantáneo revelan en ambos poetas una cierta “impresión de abstracción” que se consigue casi siempre, paradójicamente, a través del mundo de los objetos. Y he ahí otro logro común que enaltece tanto la obra de Reverdy como la de Cernuda: la
presencia de un evidente embelesamiento de la mirada no a partir del enrarecimiento de las formas sino de la concreción y la certidumbre de las cosas en sí, de una plasticidad tan intensa que desdibuja y deshace la luminosidad para alumbrarla desde dentro.
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Como teórico o, por mejor decirlo, como pensador afín al cubismo, Reverdy asume que la reflexión o serie de reflexiones que derivan en la creación de una estética propia es un asunto del espíritu que atañe íntimamente a la obra. Al hablar de la suya, el escritor francés afirma que la poesía “es una revelación de algo que llevábamos oscuramente en nosotros y para lo cual sólo necesitábamos la expresión más adecuada”. La vía de acceso a esa tiniebla creativa de naturaleza inefable consiste en “una manera particular de decir una cosa muy sencilla y muy común”. Aunque en sus Estudios sobre poesía española contemporánea Cernuda se refiera en términos reprobatorios e irónicos a la poesía pura, calificándola de “limitación mezquina”, es indudable que el poeta español supo decir una cosa muy común y muy sencilla: hizo del éxtasis su estética y del deseo el centro de gravedad de su obra.
Su poesía en verdad confirma la idea de revelación de lo interior indecible aludida por Reverdy. La influencia determinante del poeta francés en su formación espiritual, reconocida por el propio Cernuda, rindió frutos en esa su manera de decir las cosas “inéditas y sencillas, inauditas” privilegiada por la estética reverdyana que, si en la poesía del fundador de la revista literaria Nord-Sud (tan cercana, asimismo, a la privilegiada mirada de lo elemental en la pintura de Joan Miró) se manifiesta en imágenes del tiempo inmóvil, en el éxtasis de lo estático denunciado por las “zonas nulas” de pausas y silencios, en la de Luis Cernuda se prodiga como la dicha efímera del deseo, el goce de una “fugaz memoria” con la que el poeta expresa –sencilla y singularmente, como quería Reverdy– el éxtasis de su “verdad verdadera”, el deseo real, esa “ternura sin servicio”, ese “fervor alerta” que lo deja “erguido con sus vagas ansias tercas”.
La lección es de lo más provechosa, porque el diálogo fecundo entre dos poetas de esencias sirve para reconocer cómo cada uno se sitúa en un plano de coincidencia artística que reafirma la concepción de su obra como un hecho irrepetible donde la afinidad que un poeta siente (en este caso, Cernuda) por el quehacer del otro no determina tratamientos equivalentes o vicarios. Cuando Reverdy apunta en el poema “Entre dos mundos” que “Una seña de mi corazón se extiende hasta el mar/ No hay nadie lo bastante grande para detener la tierra”, Cernuda parece hacerse eco de esa zozobra específica en el texto “No decía palabras”: “La angustia se abre paso entre los huesos,/ remonta por las venas/ hasta abrirse en la piel.” No se trata de conjeturar una contestación, sino del planteamiento de cierta asfixia idéntica que, si en el francés se asume como éxtasis cósmico, en el español se resuelve, casi siempre, como deseo corporal.