Elizabeth Taylor
(Dame Elizabeth Rosemond Taylor, también llamada Liz Taylor; Londres, 1932 – Los Ángeles, 2011) Actriz estadounidense de origen británico. Hija de emigrados estadounidenses en el Reino Unido, regresó con su familia a Estados Unidos poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Tras participar en varias comedias de escasa calidad, en 1950 alcanzó su primer éxito comercial y crítico con El padre de la novia. Durante las décadas de 1950 y 1960 se convirtió en una de las mayores estrellas del firmamento de Hollywood gracias a su presencia en títulos tan significativos como Gigante (1956), La gata sobre el tejado de cinc (1958) o la por aquel entonces película más cara de la historia, Cleopatra (1963), filmes en los que supo explotar con maestría su turbador atractivo sexual. Tan famosa por su carrera cinematográfica como por su vida sentimental (contrajo matrimonio en ocho ocasiones), recibió dos Oscar por sus papeles en Una mujer marcada (1960) y ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1966). Célebre asimismo por su labor humanitaria en la lucha contra el sida, fue por este último motivo galardonada con el Premio Príncipe de Asturias a la Concordia en 1992.
Alentada por su madre, que también piso las tablas en otro tiempo, Elizabeth Rosemond Taylor debutó como actriz cuando era aún una niña; su predisposición y un extraordinario atractivo físico, que habría de acompañarle hasta su madurez, llamó pronto la atención de los ejecutivos de Hollywood. Tras su efímero paso por la Universal, la Metro Goldwyn Mayer le ofreció un primer papel interesante en La cadena invisible (1943), de Fred Wilcox, al lado de la famosa perra Lassie.
Con esta película inició una carrera en la Metro Goldwyn Mayer que se prolongaría durante veinte años. De temperamento dulce, pero no por ello empalagoso, los papeles infantiles que interpretó la hacían parecer casi angelical, aunque al mismo tiempo emitía un gran magnetismo y sensualidad. Sus ojos color violeta, su acento y una madurez impropia de su edad hacían imposible que pasase desapercibida.
Ya en su adolescencia y en su primera juventud, los estudios de la Metro empezaron a no saber muy bien qué hacer con ella, pues no se acoplaba a los estereotipos de las chicas estadounidenses. Desde finales de la década de los cuarenta y principios de los cincuenta interpretó por lo general a muchachas ricas de luminosa belleza, aunque también existían trabajos donde demostraba poseer un inteligente sentido del humor y una personalidad fuerte y apasionada. Películas de cierta relevancia y enorme éxito fueron jalonando aquellos años: El coraje de Lassie (1946), de Fred Wilcox; Mujercitas (1949), de Mervyn LeRoy; Traición (1950), de Victor Saville; o El padre de la novia (1950), de Vincente Minnelli, entre otras.
Marcada por una serie de matrimonios fallidos, la actriz fue dejando de lado el tipo de cine que había hecho para aceptar proyectos de mayor fuerza. Películas históricas como Quo Vadis? (1951), de Mervyn LeRoy, e Ivanhoe (1952), de Richard Thorpe, anticiparon en una década uno de sus personajes más famosos, Cleopatra. Su figura fue adquiriendo gran popularidad, y sus interpretaciones ganaron en profundidad psicológica. Así, en Gigante (1956), de George Stevens, La gata sobre el tejado de zinc (1958), de Richard Brooks, o Una mujer marcada (1960), de Daniel Mann, por la que consiguió su primer Oscar, encarnó mujeres de personalidad compleja que se enfrentaban a situaciones difíciles con valor y madurez.
Fue perdiendo así el aura de joven delicada e infantil, y empezó a sentirse atraída por papeles de mujeres duras que sufren presiones psicológicas, un estilo que iba a ser una constante a lo largo del resto de su carrera, quizá porque tales interpretaciones permitían reflejar su propia personalidad; su experiencia vital le había hecho pasar por difíciles situaciones a lo largo de sus múltiples matrimonios.
Un hito en su carrera lo marcó Cleopatra (1963), de Joseph L. Mankiewicz, y su relación con Richard Burton, que se inició durante el rodaje de esta película. Elizabeth Taylor interpretó a la reina Cleopatra a cambio de un millón de dólares, cifra astronómica para una actriz en aquellos años. La actriz era consciente de su elevado estatus y de que todo el mundo la consideraba una estrella. Sus caprichos la fueron haciendo antipática, y su salud comenzó a mostrar su fragilidad. Con Burton, con el que se casó en dos ocasiones, vivió el romance más tempestuoso y el que más honda huella dejó en su vida privada y profesional.
Su papel en ¿Quién teme a Virginia Woolf? (1966), de Mike Nichols, le valió su segundo Oscar y fue el detonante de un cambio radical en su carrera. La mujer alcoholizada, de lengua afilada y que ha dejado de ser joven, le permitió mostrar nuevas facetas de su personalidad, algo por lo que ella había luchado desde que encarnara a la esposa de Rock Hudson en Gigante. Desde entonces, y en títulos como La mujer indomable (1966), de Franco Zeffirelli; Reflejos en un ojo dorado (1967), de John Huston; o La mujer maldita (1968), de Joseph Losey, fue rebelándose contra el academicismo y la edulcoración de aquellos primeros trabajos en la Metro Goldwyn Mayer con los que se había dado a conocer.
En 1981, ya en plena madurez, debutó en Broadway en un montaje de La loba, de Lillian Hellman. En sus últimos años intervino en programas y en episodios de diversas series de televisión (Hotel, The Whoopi Goldberg Show, Roseanne, Hight Society, Murphy Brown y La niñera, entre otros). Alejada por un lado de su profesión, no escatimó sin embargo sus apariciones públicas, en las que adoptó a menudo una imagen barroca, exhibiendo su obsesiva afición a las joyas y actuando con una acusada teatralidad que siempre dio la sensación de ser premeditada, un escudo para poder prescindir hasta cierto punto de sus atributos de gran estrella.
Desarrolló a la vez una importante actividad para ayudar a los enfermos de sida en Estados Unidos, y en 1993 recibió un Oscar honorífico. En octubre de 2009 la actriz ingresó en un hospital de Los Ángeles para ser sometida a una operación del corazón. Dos años después, con su fallecimiento en Los Ángeles, desaparecía un capítulo imprescindible de la historia del Hollywood dorado, una actriz mítica destinada a perdurar en el recuerdo no sólo por su atractivo físico sino principalmente por la fuerza de sus emotivas interpretaciones.
Fernández, Tomás y Tamaro, Elena.