1975 trajo como un cambio radical en la estructura del cine español.

Carlos Saura en México y otros recuerdos emocionales

Rafael Aviña

En el ocaso de los años setenta, España vivía un momento de imponente efervescencia cultural y sobre todo cinematográfica; un tiempo que coincidía con el derrumbe de aquellas tantas décadas de juicio moral y represión representada por el franquismo. En efecto, la muerte del generalísimo Francisco Franco, ocurrida en 1975, trajo como consecuencia un cambio radical en la estructura del cine español. De entrada se suprime la censura, es la época del destape y el estallido del cine porno, pero también del surgimiento de nuevos y jóvenes realizadores que intentaban zafarse del fantasma de Franco o conjurarlo con una mirada renovada y crítica. A su vez, se abordaban nuevos temas: la delincuencia, la droga, los derechos de la mujer, el despertar sexual, el homosexualismo y la modernidad.

Los años de 1976 a 1981 resultan clave para la cinematografía española. Surgen obras inclementes y pulsantes como Cría cuervos (1976), de Carlos Saura; El desencanto (1976), de Jaime Chavarri; Asignatura pendiente (1977), de José Luis García y Tigres de papel (1977), de Fernando Colomo. El catalán Bigas Luna dirige dos obras demoledoras sobre la moral y el sexo: Bilbao (1978) y Caniche (1979). Vicente Aranda intenta exorcizar los horrores del franquismo con una nueva moral sexual en La muchacha de las bragas de oro (1979) y el inclasificable Iván Zulueta desconstruye y vampiriza la experiencia obsesiva del cine en Arrebato (1979). Mater amatísima (1980), de José Antonio Salgot, resulta un durísimo relato sobre el autismo, al igual que la brutal experiencia del arte y la vida en Función de noche (1981), de Josefina Molina. El veterano Carlos Saura dirige con gran vigor una obra sobre la delincuencia juvenil en Deprisa, deprisa (1981), mientras Manuel Gutiérrez Aragón narra el despertar sexual de una adolescente en Maravillas (1980) y Fernando Trueba debuta con la espontánea comedia urbana Ópera prima (1980). Lo mismo sucede con el manchego Pedro Almodóvar y su desaforado y corrosivo debut Pepi, Luci y Bom y otras chicas del montón (1980), planeado en súper 8, filmado en 16 mm y ampliado a 35 mm, en la que aparecen ya las constantes de su desparpajada filmografía.

Tuve la fortuna de experimentar de cerca ese marasmo fílmico, no sólo por la coyuntura de visitar España entre 1981 y 1982, sino por la inmensa oportunidad de ingresar a laborar en la Cineteca Nacional en 1980, lo que coincidía con mi incorporación a la UAM Xochimilco. En breve se exhibiría ahí una muy completa retrospectiva del cine ibérico y pocos años antes, cuando aún estudiaba en el CCH Sur, disfruté un inolvidable ciclo de Saura; sus imágenes y referentes musicales integrarían parte de varias de mis experiencias emocionales.

Cuervos criados muy deprisa

Basta con cerrar los ojos para ver el rostro estupefacto de mi padre conforme se iban revelando los resortes de la frustración y la ira en La caza, dirigida por Saura en 1966, que vi con él en la televisión cuando yo tenía unos trece años, o mi impacto adolescente a través de los recuerdos de aquel hombre maduro que revive en la memoria su obsesión romántica-sexual por La prima Angélica (1974), así como escuchar una y otra vez el disco de 45 rpm con el tema musical ¿Por qué te vas?, en la voz de Jeanette, para tratar de asimilar la obsesión por el pasado, los fantasmas del franquismo, las decisiones fatales y sobre todo la muerte de los padres en esa intensa experiencia que deambula entre el sueño y la vigilia, sobre los traumas de la infancia y los herméticos universos de los adultos, que es Cría cuervos, una de sus insondables obras maestras, con Geraldine Chaplin, entonces mujer de Saura, y la pequeña Ana Torrent, que había realizado un papel espejo en la bellísima El espíritu de la colmena (Víctor Erice, 1973), para regresar años después con Tesis (1996), de Alejandro Amenábar.

Además de otras obras notables en aquellos años setenta, como El jardín de las delicias, Ana y los lobos, Elisa vida mía, Los ojos vendados o Mamá cumple cien años, que parecían estandarizar cómodamente su obra, producidas todas por ese sensible e inteligente vasco Elías Querejeta, Saura rompería por completo con esa eficaz fórmula sobre la traumática visión del franquismo al arremeter con un filme insuperable y feroz, a medio camino entre el documental, el thriller urbano y el llamado cine quinqui; las cintas españolas sobre jóvenes criminales de barrio, como Navajeros (1980), de Eloy de la Iglesia.

En la primavera de 1981, de paseo por España, me metí al cine a ver Deprisa, deprisa (1981), película muy cercana al Buñuel de Los olvidados (1950). Una historia extraída de la nota roja madrileña, centrada en una de las lacras de la España democrática: la delincuencia juvenil,
que se erigía como metáfora del cambio político, económico y social de ese país. Filmada con actores no profesionales y verdaderos delincuentes –dos de los protagonistas reincidieron en prisión meses después del rodaje–, Saura evitó en ella el juicio moral y, apoyado en una notable banda sonora, exponía una forma de vida marginal y a la deriva en la historia del Mini, El Meca, El Sebas y Ángela, cuatro jóvenes que intentan huir de su entorno en busca de dinero rápido y fácil.

Días después, en una muy bien provista tienda de discos en París, adquirí la atmosférica banda sonora original del filme; un vinyl de espectacular portada editado por EMI como Vivre vite, con temas como: “Deprisa, deprisa” y “Sebas”, de Emilio de Diego; “Caramba, carambita”, con Los Madrileños, o “¡Ay! que dolor” y “Me quedo contigo”, con Los Chunguitos, canción que, más de treinta años después, Artemio Narro incluiría en su filme homónimo: Me quedo contigo (2014). Un año más tarde, entre marzo y abril de 1982, experimenté dos eventos significativos: el incendio de la Cineteca –por fortuna, no me encontraba en ella cuando sucedió– y una nueva visita a Europa costeada de nuevo con mi salario en la Cineteca. En España acudí al estreno de Saura Dulces horas (1982), que curiosamente nunca llegó a México. Otra melancólica exploración del pasado histórico y los deseos inconclusos, con el tema “Recordar”, interpretado por Imperio Argentina: “Recordar las dulces horas del ayer…”.

 

Ascenso y ocaso del cine coreográfico

Al regresar del viaje y con la Cineteca en escombros, todas las áreas fueron reacomodadas en diferentes espacios. Al departamento de Programación, cuyo jefe era Mario Aguiñaga y al que yo pertenecía, se le reubicó en el Centro de Capacitación Cinematográfica en los Estudios Churubusco, a unos pasos de la Cineteca. A finales de mayo y principios de junio de ese 1982, Saura vino a México para filmar Antonieta (1982), escrita por él y Jean-Claude Carriere, inspirada libremente en una novela de Andrés Henestrosa; una biografía dramática sobre la escritora, promotora cultural y profeminista Antonieta Rivas Mercado, interpretada por Isabelle Adjani, que apoyó la campaña presidencial de José Vasconcelos (Carlos Bracho), así como su trágico suicidio en la catedral de Notre Dame en París, aunque el filme arrancaba en época actual. Una periodista francesa llamada Anna (Hanna Schygulla) investiga la historia de Antonieta, testigo de la Revolución mexicana, la Guerra Cristera y amante de Vasconcelos, y viaja a México para encontrar las claves de su pasado, en esta suerte de collage emocional, político y cultural del México de finales de los años veinte…

Como estábamos ubicados en los Churubusco, tuve la oportunidad de observar parte del rodaje. Lo más increíble, que no sé ni cómo sucedió, fue que logré colarme a unos pasos del propio Saura. Verlo dirigir a escasos tres metros me impactó mucho, al igual que la belleza melancólica de Adjani y la carismática presencia de Schygula.

Trastocado ya en uno de los pilares del cine español, Carlos Saura emprendería a partir de Bodas de sangre (1981) la revisión de la historia ibérica, a través de su música, bailables y cultura popular, en una serie de filmes donde se mezcla la danza clásica española, el flamenco, la literatura incluso, y una serie de matices coreográficos de donde surgirían atrevidas obras como Carmen, El amor brujo o Sevillanas. Aunque original en un inicio, la propuesta se fue desgastando –Flamenco, Tango, Salomé–, al tiempo que Saura combinaba esas cintas con otras más atractivas, alejadas de ese cine de cuidada estética: Dispara o El séptimo día, con el tema de la violencia sorda y sin sentido, por ejemplo.

Más tarde, Iberia (2005) conformaría una suerte de recapitulación de las primeras, a través de una mirada documental, lúdica y sentida, sobre la historia nacional, tomando como pretexto el centenario de una de las obras musicales más hermosas de España y del mundo entero: la suite Iberia, del compositor y pianista catalán Isaac Albéniz (1860-1909).

Como epílogo, veintidós años antes de Iberia, Saura aparecería una vez más como parte de mis recuerdos emocionales: a finales de diciembre de 1983 o en los primeros días de enero de 1984, invité a quien se convertiría en mi esposa dos años más tarde a la función de Carmen (1983); la desconstrucción de la obra de Merimée y de la ópera de Bizet en manos de Saura, un relato de pasión, celos y flamenco, entre una bailarina (Laura del Sol) y un coreógrafo (Antonio Gades), sería testigo de mi propia, incipiente y trascendental historia de amor que esa tarde iniciaba en los hoy extintos cinemas Géminis muy cerca de Taxqueña.

Esta entrada fue publicada en Mundo.