A principios del siglo XX comenzó la expansión de la Ciudad de México hacia el sur, sobre terrenos de ranchos y haciendas. Así, nacieron en 1908 la colonia Nápoles y su vecina, la Del Valle. En la zona se estableció una gran industria ladrillera, lo que generó muchos socavones.
Una de ellas dejó un hueco tan enorme, que al desarrollar la colonia se decidió convertirlo en parque porque resultaba muy costoso rellenarlo para construir casas. Es el que conocemos como Parque Hundido, aunque su nombre oficial es Luis G. Urbina. En otra área, los socavones se aprovecharon para construir la monumental Plaza de Toros México y el Estadio Azul.
Dos secciones integran la colonia, la Nápoles originaria y la ampliación construida después de la avenida Pensilvania a mediados de los años 40. En sus inicios se distinguió por sus grandes casonas en el estilo llamado colonial californiano, con tejas, herrería garigoleada y abigarradas decoraciones de cantera. Tromba arquitectónica que demuestra que seguimos siendo barrocos.
A mediados de los años 40 el empresario José de la Lama se encargó de lotificar la ampliación de la colonia y se quedó con un enorme lote que convirtió en su parque particular. Se conoció como Parque de la Lama y después de diversos avatares se convirtió en el que iba a ser el Hotel de México, uno de los edificios más altos de la ciudad, con el atractivo adicional de tener a un costado el Polyforum Siqueiros.
La construcción se comenzó en 1966 con todas las medidas de seguridad; se colocaron amortiguadores sísmicos y 232 pilotes de concreto que penetran a una profundidad de 45 metros, superando el relleno pantanoso del antiguo lago. En su construcción participaron más de 900 trabajadores.
Se quería inaugurar para las olimpiadas, pero se juntaron problemas presupuestales, políticos y económicos del país y la edificación se detuvo hasta fines de los años 80, cuando un poderoso grupo económico lo restructuró y remodeló para convertirlo en 1994 en el actual World Trade Center México.
La fisonomía de la otrora plácida y tranquila colonia Nápoles ha sido una de las más afectadas por la acelerada modernización del nuevo milenio y su consecutiva modernización. Ha operado en su contra la excelente ubicación, que la hace muy atractiva para el desarrollo de edificios de departamentos y centros comerciales. Ya es raro ver casas en su peculiar estilo colonial californiano.
El lado bueno es su vasta oferta gastronómica, aunque yo sigo prefiriendo algunos de los antigüitos: el restaurante japonés Nagaoka, Nápoles, en Arkansas 38, que desde 1985 ofrece comida tradicional en un ambiente informal y con buenos precios.
En el amplio menú encuentra los platillos conocidos y especialidades típicas poco comunes, como la pescadilla sobre nabo rayado o algas marinas sobre arroz en salsa cristalina. Por supuesto, todos los sushis y sachimis que se le ocurran o para una comida completa, los tazones, los tallarines o las cazuelas; todo muy sabroso.
Donde hay poca variedad es en los postres, que no son usuales en ese tipo de comida, pero para eso tenemos la opción de uno de los mejores helados de la ciudad en Chiandoni.
La añeja heladería está en Pensilvania 255, y la inauguró en 1939 un inmigrante italiano que llegó a México huyendo de los horrores de la guerra. Pietro Chiandoni, quien había sido boxeador, decidió dedicarse al negocio familiar de hacer gelatos
. Su primera preocupación fue buscar una lechería de calidad, donde le elaboraran una crema especial que proporciona a los productos una experiencia diferente para el paladar.
Una característica única es que todos los helados son hechos a mano; cuenta con más de 30 sabores y varias especialidades –me consta, que conservan su sabor especial desde hace más de medio siglo–: hot fudge sundae, bananas split, malteadas, naranja glacé, flotantes y los espumonis. Otro atractivo es que la decoración, vajillas –de metal–, muebles y menús son los mismos desde hace décadas, incluidas varias meseras. Es un grato viaje por el túnel del tiempo.