La estructura es lo que decide la suerte de una novela.

Las novelas del carnaval

(fragmento)*

Sergio Pitol

El organizar una novela lo que me interesa es construir una composición que pueda permitirme utilizar algunos efectos que de antemano imagino. La estructura es lo que decide la suerte de una novela. Y en toda mi obra la construcción es la misma, con mínimas e insignificantes variantes. En el centro de todas mis tramas establezco una oquedad, un enigma, en cuyo torno se mueven los personajes. El vacío al que reiteradamente me refiero y del que depende el destino de los protagonistas jamás se aclara; lo menciono una y otra vez, sí, pero de modo oblicuo, elusivo y recatado. Instalo en el relato una ambigüedad y una que otra pista, casi siempre falsa. Necesito crear una realidad permeada por la niebla; para lograrlo debo armar una estructura lo más firme de que sea yo capaz. Algunos de los protagonistas, pocos, se atreven, aunque su afán sea infructuoso, a descifrar un enigma con el que paso a paso se tropiezan; otros, en cambio, tienden a negarlo o a distanciarse de él, como si presintieran que del subsuelo de esa zona de penumbras emergiera una luz tan deslumbrante que sus ojos no podrían resistir. Prefieren no aproximarse a la verdad, alejarse de cualquier riesgo.

 

19 de julio

 

Tanto los protagonistas de mi primera época narrativa, seres que viven a golpes con la vida e irremisiblemente mueren de mala manera, o desaparecen sin que nadie supiera a dónde se dirigieron, o en qué lugar del infierno se han acomodado, como la fauna esperpéntica que puebla mis últimas farsas, surgida de una tensión intensa en el momento de su creación. Se trata del combate interior de dos corrientes antagónicas: el deseo de desgarrar el cordón umbilical y el placer de volver a la tibieza del seno materno. Mis procedimientos provienen de esa zona invisible; el relato es complejo y se desarrolla en un tiempo dislocado; las tramas iniciales son relatadas por diversos testigos; los escenarios y los personajes, descritos a través de enfoques diferentes, siempre sombríos. Me debatía en una forma literaria imprecisa y meramente conjetural ya que aquellas dos pulsiones subconscientes, la ruptura del cordón y el retorno al cuerpo materno, por lo general son turbias e imprecisas
–sobre todo para un artista o un intelectual como en su mayoría son mis protagonistas– es por sí misma problemática y difícilmente aprensible. El final de aquellas novelas es amargo, un tanto sarcástico: los únicos sobrevivientes del desastre son los seres más convencionales, aquellos que esquivan los riesgos que entraña una vocación de libertad, los sepulcros blanqueados, las temibles buenas conciencias, los que jamás se han aproximado al peligro, ni se aventurarían a pisar un suelo que no fuera firmemente seguro, los que ni por un instante se habrían acercado a las orillas del infierno. En El tañido de una flauta y Juegos florales esos personajes cautos y grises, establecidos en un espacio siempre seguro y siempre mediocre, son quienes cuentan la vida airada, difícil, desgarrada de los otros, aquellos tarambanas, como les llamarían, y parecería proporcionarles una intensa recompensa describir cada vicisitud de aquellas existencias, cada fracaso de esos sujetos, primos, amigos de la adolescencia, compañeros de universidad, novios, aun hermanos, de quienes por prudencia supieron alejarse a tiempo.

Esa lucha sorda que se entabla en nuestro interior entre las cadenas familiares y la aventura de descubrir el amplio mundo se oculta en los cimientos de la escritura. Nadie debe vislumbrarla; para mí, y me imagino que para muchos narradores, necesita estar presente durante la creación, especialmente para establecer la conducta de los personajes. La pareja que baila un tango en el gran salón del Leonardo de Vinci en la gran fiesta que ofrece el capitán del barco a los pasajeros el día anterior al fin del viaje no tiene la menor idea si está en la lista de quienes desean sumergirse en el vientre de su madre o triturar el lazo genital que lo ata a ella, como tampoco lo sabe el niño escondido en un rincón del jardín de su casa que entierra los pájaros que su hermano asesina por la tarde con un rifle de postas, mucho menos la delegación de cineastas mexicanos que vaga por Venecia para hacer el mayor ridículo con la película que presentarán en el Festival, ni casi ninguna de las creaturas que he inventado durante casi medio siglo de trabajo. Sólo yo necesito saberlo; por lo menos hasta el momento de que ellas conquisten su plena autonomía.

 

20 de julio

Otra señal común en todo mi cuerpo narrativo: ninguna novela, ni casi la totalidad de mis cuentos, concluyen definitivamente. El final queda siempre abierto. Pero es necesario proporcionarle al lector un puñado de opciones.

 

*Tomado de Obras reunidas II, Sergio Pitol, Fondo de Cultura Económica, México, 2003.

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