Biblioteca fantasma
Evelina Gil
Pocas veces, un título honra a su novela con tan diestro laconismo como Picnic (Nitro Press, México, 2022), porque es un día de campo; una excursión en más de un punto. No es para leérsele en quietud y en silencio: te invita a moverte, a bailar. A seguir a sus personajes por pintorescas callejuelas, plagadas de gente que canta y que reza, pero igual se divierten. Te abre el apetito al grado de terminar parado en la caja de un 7Eleven a la una de la madrugada (me pasó); posee un soundtrack que una fuerza irrefrenable te empuja a buscar cada tanto o, de plano, como fue mi caso, armarte una playlist de Spotify. Una vez concluida la lectura, te producirá admiración la exquisitez de los gustos musicales de sus protagonistas y de su propia autora, Lorena Ortiz (Guadalajara, 1970).
Picnic te regala más que las muy buenas y poco pretenciosas novelas: desde las ganas locas de poseer unos Dr Martens, hasta sorprenderte a ti misma, que en tu vida sólo has fumado una vez, a los trece, porque te cachó tu papá, envidiando la capacidad de algunas para relajarse con un cigarrillo y/o un porro. El disfrute de la vida muchas veces implica envenenarte un poquito. Pensado y reflexionado esto, por una lectora noventa por ciento abstemia, aspirante a la santidad del veganismo, y a quien la mota le produce migrañas.
Esta novela no tiene tres protagonistas, como nos hace creer la cuarta de forros, sino cuatro. Basta mirar el retrato de Lorena Ortiz y leer su semblanza para saber que pertenece al mismo club de Nadia, Irene y Cinta, a quienes de continuo les preguntan: “¿Te han dicho que te pareces a Patti Smith?” Sus alter ego convergen y sintonizan en una universidad del sur de España. Irene, una profesora mexicana; Nadia, una joven estudiante uruguaya, y Cinta, afanadora, natural de la región. Irene, en apariencia la más sensata, se deja arrastrar, literal, por una muchedumbre que la mete en fiestas desenfrenadas, que la dejan desnuda y sin sus preciados Dr. Martens. Nadia, pese a su juventud, prefiere la soledad, pero igual se deja arrastrar cada vez que abandona de puntitas su dormitorio con rumbo a la maquinita de cervezas y refrescos y alguien aparece. Cinta, por su parte, es la fiesta encarnada, hecha mujer, y, paradójicamente, o por lo mismo, la que menos se divierte y más piensa. No es mucho lo que sabemos sobre Irene, más allá de su trayectoria académica. Nadia ha sobrevivido a una infancia traumática, gracias a su talento y dedicación al arte, pero, también, al misterioso estuche que acarrea consigo. Cinta, madre de un hijo adolescente, se las ingenia para disimular su alcoholismo, cosa que inevitablemente la golpea en el rostro. No es, sin embargo, de las que se fustiga, como por momentos Irene y Nadia. Y es que Cintia asume, con envidiable desenvoltura, que: “Quien no es raro, no es humano.”
Lorena Ortiz logra una atmósfera envolvente y habitable; a través de las andanzas de sus protagonistas funge como lazarillo en su exploración más anímica que turística de una ciudad que ofrece súbitas oportunidades que se toman o se dejan. No presume de conocer la obra literaria de Patti Smith, ni de ser experta en su música, pero detalles que pueden pasar inadvertidos, como la afición de Cinta por La ley y el orden que, casualmente, es la favorita de Patti, dicho por ella misma en alguno de sus libros. Estas mujeres poseen su propia personalidad, pero tienen en común el calzado: Irene los extraviará en medio de uno de sus arrebatos de deseo; los de Cinta serán objetivo de un perro que no alcanza árbol. A Nadia le gusta ser única y opta por cambiar de marca cuando advierte que su maestra y la afanadora portan los mismos. No faltan momentos de tensión que juguetean con el thriller aunque, finalmente, estamos ante una historia de amistad entre mujeres que terminan conquistando la libertad y la celebran mediante un modesto aquelarre alrededor de una canastita que contiene una botella de tequila El Viejito.