El barroco

El papa Urbano VIII y el barroco

Alejandra Ortiz Castañares

La historia de un papa, Maffeo Barberini, llamado Urbano VIII (1568-1644), asunto de este artículo, nos muestra aspectos del barroco en el arte y de la época en términos políticos y sociales, su personalidad y su relación con Galileo Galilei (1564-1642), entre otros grandes de su tiempo.

 

Odiado por el pueblo romano, el papa Urbano VIII no terminaba de expirar cuando la muchedumbre enfurecida se conglomeraba en la colina Capitolina para destruir su monumental estatua. La interposición del escultor en persona, Gian Lorenzo Bernini y los guardias, fue lo único que lo impidió. El episodio es narrado por Maurizia Cicconi, cocuradora, en el catálogo de la muestra La imagen soberana. Urbano VIII y los Barberini, exhibida hasta el 30 de julio en la Gallerie Nazionali di Arte Antica, donde se lleva a cabo, junto con la directora del recinto Flaminia Gennari Santor y Sebastian Schütze (rector de la Universidad de Vienna). La muestra recuerda los cuatrocientos años del inicio del pontificado del papa Urbano VIII, materializando con ochenta obras sesenta años de estudios académicos, detonados por el británico Francis Haskell en su gran libro Patronos y Pintores (1963), y por Pietro da Cortona de Giuliano Briganti, el año anterior.

Las dos largas décadas del pontificado de Urbano VIII, entre 1623 y 1644, extrapolaron el conocido abuso de poder del papado, traducido en carestía y altos pagos de impuestos. El despilfarro, el nepotismo y la guerra contra los archienemigos Farnesio al final de su pontificado, eclipsaron su prestigio.

La debilitación del papado por el cisma protestante y su exclusión en las decisiones de la Guerra de los Treinta Años (1618 a 1648) entre protestantes y católicos, lo empujó a servirse como extrema ratio de lo que tenía a la mano, que era la cultura. El nuevo estilo capitaneado por los artistas de corte Gian Lorenzo Bernini y Pietro da Cortona fue promovido por el papa, en una fusión de clasicismo, innovación y espectacularidad, conocido como barroco.

 

Las abejas del papa

La autopromoción fue una de las señales más tempranas y puntuales de su política cultural, usando su imagen y escudo de armas. Tan pronto fue nombrado cardenal, en 1606, Maffeo Barberini inició por “maquillar” su imagen a partir de la heráldica. Cambió su blasón de tábanos y tijeras, que delataban la nobleza menor de comerciantes de lana. Tafano (tábano) era la aldea de procedencia en Barberino Val D’Elsa, en la Toscana profunda, si bien él naciera en Florencia. Maffeo sustituyó el desgarbado símbolo por las virtuosas abejas doradas llenas de significados y cualidades estéticas, convirtiéndolas en su marca de fábrica.

Maffeo, quien era además un cultísimo poeta neolatino, intelectualizó el cambio, creando un vínculo indisoluble entre él y Roma, que capitalizó. Retomó la narración virgiliana de la fundación de Roma, cuando después de un largo peregrinar se detuvo frente a la visión de un enjambre de abejas posadas en un laurel. Ambos motivos decoran las columnas salomónicas del monumental baldaquino en bronce (1631-1633) que comisionó a Bernini, elevado sobre la tumba de San Pedro en el Vaticano, uno de los máximos símbolos de su pontificado.

Según las fuentes del tiempo, serían las abejas mismas, ayudadas por la Divina Providencia, las que determinaron su elección al trono pontificio. Se narra que durante el conclave entró por la ventana un enjambre que se detuvo en la celda del Barberini; el hecho insólito, interpretado como una señal divina, resolvió su elección al pontificado el 6 de agosto de 1623. Eligió su propio nombre como Urbano VIII, en honor a Roma, la Urbs (ciudad) por antonomasia.

 

Galileo y Urbano

Los artistas y hombres de ciencia saludaron su elección con beneplácito, no sólo porque era ya un mecenas sino porque lo creían un hombre progresista. Entre ellos estaba Galileo Galilei (1564–1642). Ambos eran toscanos y miembros de la Accademia dei Lincei, entregada a la ciencia. Los unía una larga amistad, que el papa expresó dedicándole una oda en el Poemata (1620), su libro más exitoso, donde alababa la altura de su intelecto, no importando la saña que la Iglesia había demostrado contra Galileo por su apego a la teoría copernicana heliocentrista, valiéndole un primer proceso de herejía en el Santo Oficio (1615-16), por contradecir el geocentrismo de las Sagradas Escrituras. Galileo, que era ya una celebridad europea, saludó el nombramiento del nuevo papa como una “coyuntura admirable” dedicándole, apenas elegido, su libro El ensayador (1623).

La publicación del célebre volumen Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo (1632-1633), donde Galileo argumentaba su teoría heliocentrista, agrió profundamente al papa, que la interpretó como una ofensa personal; abandonó a su suerte a Galileo, siendo éste obligado por la Inquisición a la abjuración.

Difusión del barroco

La muestra enfoca la red organizativa que Maffeo Barberini y sus sobrinos establecieron para usar el arte como propaganda, reglamentando el nuevo estilo con el auxilio de eruditos como Cassiano Dal Pozzo. La maquinaria estaba formada por un centenar de personas: artistas, escritores, diplomáticos, cardenales, etcétera. El objetivo era mostrar el esplendor de Roma como centro de la cristiandad. Florecieron la ciencia, el arte, la literatura, la música, el teatro y los estudios anticuarios, atrayendo a artistas y talentos de toda Europa, beneficiados por la fiebre del coleccionismo de la nobleza.

Creó una imagen de Estado con sus retratos, como el pintado por Pietro da Cortona (1626) y
los de sus familiares, que asumieron puestos claves del gobierno. Fue un interés que cultivó desde muy joven, como demuestra el retrato de Caravaggio (ca. 1595), una de las primeras obras del artista que manifiesta la finura de su paladar y vanguardismo.

 

El arte como propaganda política

La colección del papa era ecléctica. La componían 575 pinturas, 255 esculturas, lujosos tapices y objetos, y estaba dedicada no sólo al arte contemporáneo sino renacentista, de la Antigüedad y exótico, entre los cuales cabe mencionar el raro Tlahmachayatl (s. XV?); un tejido mesoamericano realizado con plumas de ave.

Notable era su biblioteca, la más grande de Europa sólo después de la de El Vaticano, con un patrimonio de cuatro mil libros, entre los cuales
el eximio Tesoro Mexicano (terminado en 1651),
de Francisco Hernández, publicado por la Accademia dei Lincei, que dedica una página a la descripción de algunos naturalia de su museo, incluyendo una momia de dragón, incluso dibujada.

El papa utilizaba el arte para reforzar su política, como denota el óleo de Tanzio da Varallo de Los mártires de Nagasaki (1627-1628) a quienes beatificó, revelando así su apoyo a las misiones religiosas. Una pequeña estatua en bronce de Matilde de Canossa (1046–1115), de Bernini, recuerda la capilla que el pontífice dedicó a la única figura laica en San Pedro, habiendo sido una incondicional partidaria del papado por sobre el emperador.

El arte fungió también como culto a la personalidad del papa, tocando su apoteosis con la bóveda al fresco del Triunfo de la Divina Providencia (1632–39), la obra maestra de Pietro da Cortona, situada en el salón principal del palacio donde la “vitalidad arremolinada, el ritmo frenético y el ilusionismo espacial escenográfico, la hacen uno de los ejemplos más tempranos y logrados de la pintura barroca”.

Los artistas viajeros y los obsequios diplomáticos fueron también medios de difusión del barroco. El papa los enviaba a los monarcas para obtener su apoyo. Quiso, por ejemplo, convertir al Rey Carlos I (1600–1649) de Inglaterra al catolicismo, enviándole obras excelsas como el retrato en mármol del rey esculpido por Bernini, que ejercería una influencia central en el arte inglés. Además, a Orazio Gentileschi y a su hija Artemisia les envió inclusive un afamado jardinero italiano.

La furia de la muchedumbre tras la muerte del papa no se aplacó con el impedimento de Benini. Se lanzó entonces contra la estatua en yeso del papa, situada en el Colegio Romano donde había estudiado, derribándola y despedazándola en miles de pedazos. Pero los juegos estaban hechos y a Urbano VIII le tocó aportar el último estilo universal que Italia aportaría al mundo: fue un legado a la humanidad.

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